Esperando a Madeleine Moore/4
Transición
Esperando a Madeleine Moore/1: Entusiasmo
Esperando a Madeleine Moore/2: Los pedazos rotos del espejo interior
Esperando a Madeleine Moore/3: Puertas
Esperando a Madeleine Moore/2: Los pedazos rotos del espejo interior
Esperando a Madeleine Moore/3: Puertas
1.
Compré a Kokemon hace casi tres años. Lo compré en una tienda coreana llamada Kokadamas House. La señorita S y yo nos acabábamos de mudar a Gracia y estábamos amueblando nuestra nueva casa. Días antes de comprar a Kokemon, había entrado a la tienda con la señorita S y la vi muy entusiasmada con la idea de adquirir uno de esos bonsáis embotellados. Aproveché para regalárselo como una muestra de amor, pero lo cierto es que quien terminó encargándose del cuidado de la planta fui yo.
2.
La compra coincidió con la relectura de un relato de Julio Ramón Ribeyro que no leía desde la época de la universidad, Los eucaliptos. En ese cuento la presencia de los árboles, tal como lo indica el título, es fundamental porque refleja el paso del tiempo y el terrible final de los árboles también marca el fin de una etapa en la vida de los protagonistas, que ya grandes fuman melancólicamente ante la ausencia de los eucaliptos y el recuerdo de esa vida perdida.

Julio Ramón Ribeyro
3.
Unos meses después, justamente tras superar una crisis de arañitas en los musgos de Kokemon, leí un libro de relatos de Guadalupe Nettel, Los divagantes. Me llamó la atención un cuento titulado ‘Un bosque bajo la tierra’. Algunos temas relacionados con el árbol continuaban la línea del cuento de Ribeyro (la infancia, la edad, el desencanto): El árbol como viejo amigo de la infancia, que uno olvida con los años.
4.
Recuerdo que hubo dos promesas que nunca se cumplieron en mi niñez: la primera, ir a Miami con mi abuela y todos mis primos, y la segunda: tener una casa en el árbol.
En la imaginación, lo recuerdo, esa casa era un lugar cálido y privado, con pequeñas ventanas por donde podía mirar «allá afuera».
5.
Sin embargo, el relato de Guadalupe Nettel tiene una deriva distinta a pesar de ser tan melancólica como la del cuento de Ribeyro. En este caso, la narradora cuenta la historia de la araucaria del jardín, un árbol que ya salía en las fotos antiguas de los bisabuelos. La araucaria, refugio de la narradora, en cuyas ramas se sentía segura, enferma con el tiempo y su decadencia va desnudando la disfuncionalidad de la familia, como si la muerte del árbol se llevara también el lazo que la unía. Al final del relato, la melancolía se torna terrorífica porque la narradora, en cierto sentido, echa raíces en la casa de la infancia, de la que no puede salir.
6.
Fue después de leer este cuento que empecé a barajar la posibilidad de entrar en el recipiente de Kokemon.
Una noche, la señorita S estaba fuera, en algún festival artístico, y yo bebía vino observando el bosque miniatura. Pegué la nariz al cristal. Estaba frío. Había un poco de niebla dentro del botellón. Bajo la luz cálida, Kokemon, con el tronco tumefacto y las hojas oscuras, rodeado de esa boira, me parecía tan cercano que solo una pequeña conjetura, un movimiento mínimo, me separaba de estar allí, abrazarlo y dormir a la sombra de sus ramas.
7.
Tuve que podar las plantas adyacentes a Kokemon porque empezaban a enredarse y pelearse con sus ramas, necesitadas de protagonismo. Adolescentes, esbeltas y de colores exóticos, querían estorbar al viejo Kokemon, permisivo como un abuelo agotado.
Cogí las tijera y saqué el tapón de corcho que permitía que la planta hiciera el ciclo de la vida sin necesidad de mayores atenciones excepto que la ubicase en un lugar iluminado. Recuerdo que me temblaban las manos y el sudor se me metió en los ojos cuando me decidí a introducir las tijeras en el recipiente. ¿Qué haces?, me preguntó la señorita S. A Kokemon le falta un corte de pelo, bromee. ¿Y tú sabes cómo cortarlo? He estado viendo videos en YouTube. Sentí el escepticismo de la señorita S, pero no quise mirarla. Si vas a meter mal rollo, mejor no mires. Pero ella siguió allí, quieta. Yo acerqué las tijeras a la primera rama. Me daba pena degollar esas hojas tan saludables, que incluso atrapaban gotas de rocío diminutas en la simiente. Corté. Y luego corté otra vez. Me detuve. La sangre de las plantas es blanca, recordé la voz de mi primo Salvatore cuando cortamos las rosas del jardín de mi abuela hacía más de treinta años. Corté de nuevo. Y luego una vez más. Y otra.
8.
El siguiente cuento que encontré fue ‘El árbol de oro’, de la escritora española Ana María Matute. Ya había leído a Matute hacía un tiempo, cuando investigué sobre la historia del microrrelato en España, y tenía el recuerdo de que la autora trataba el tema de la infancia, la ruralidad y la muerte con un aire ambiguo y hasta un poco siniestro. Este cuento no desentonaba aunque era un poco más extenso que los que yo conocía, y claramente más corto que los cuentos de Ribeyro y Nettel. Algunos temas volvían a aparecer, como la infancia, el paso del tiempo y, ya a estas alturas, cicatrizadas las ramas mutiladas de Kokemon, el descubrimiento del final. Pero el cuento de Matute también arrojaba una extraña señal que reactivó mi búsqueda por la inmersión en el recipiente.

El cuento de Matute tenía una clave que provenía de uno de los rasgos distintivos del árbol: este era un árbol de oro que solo podía ver un niño llamado Ivo. El relato está narrado por un personaje urbano que tiene que quedarse en el pueblo con sus abuelos y les pide que lo dejen ir a la escuela, donde adquiere la perspectiva de un testigo, alguien que mira a Ivo y queda prendado de la idea de poder entrar en la caseta, lugar al que solo puede acceder su compañero a quien la profesora ha encargado la llave, y descubrir el árbol dorado.
Sin embargo, la suerte del cuento rompe la ilusión del narrador, que finalmente consigue acceder a la caseta y a través de la mirilla solo ve el paisaje baldío. El árbol solo existía en la imaginación de Ivo.
En un último giro, dos veranos más tarde, el narrador vuelve al pueblo donde estudió con el facineroso:
«Dos veranos más tarde volví a las montañas. Un día, pasando por el cementerio —era ya tarde y se anunciaba la noche en el cielo: el sol, como una bola roja, caía a lo lejos, hacia la carrera terrible y sosegada de la llanura— vi algo extraño. De la tierra grasienta y pedregosa, entre las cruces caídas, nacía un árbol grande y hermoso, con las hojas anchas de oro: encendido y brillante todo él, cegador. Algo me vino a la memoria, como un sueño, y pensé: “Es un árbol de oro”.»
La carrera sosegada de la llanura. Vi algo extraño. Algo me vino a la memoria, como un sueño.
9.
Recuerdo que le comenté a San Ignacio una tarde de Calçotada, en el patio de su casa, que estaba tramando una inmersión en el envase de Kokemon. Pienso, le expliqué, que el momento de la inmersión, cuando me meta en el botellón, será doloroso, muy doloroso, y que luego irá fluyendo.
No estoy de acuerdo, objetó San Ignacio con esa voz que jamás llega a ser alta y me habló más que nunca esa tarde con palabras santas: yo lo veo más como el paso de un lugar a otro, en un momento estás aquí y sin darte cuenta estás ahí. Una transición.
10.
Lo que ocurre en el final del cuento de Matute es eso, una transición. El árbol corriente del cementerio se transforma en el árbol de oro, pero sobre todo en Ivo, por ello casi sobra la imagen del narrador constatando la lápida de su amigo delante del tronco.
11.
Eso ya lo has hecho antes, me dijo la señorita S, mientras preparaba su mochila para irse al bosque a hacer esculturas con ramas y raíces, en ese cuento del árbol y la pelota, ahora no me recuerdo. Ya, pero eso es más fácil, le objeté, es pasar literalmente de aquí a allá, aquí hay que meterse en un recipiente, hay un tema de proporciones, fricción, muy difícil.
La señorita S me miró, soltó la mochila y sonrió como si tuviera una respuesta sencilla y clarificadora: Deja de pensar que tienes que meterte, guardó silencio y solo después de un par de segundos dijo: traspasar, piensa más bien en traspasar.
12.
La noche silenciosa, la botella de vino y unas hojas fotocopiadas y resaltadas en el sofá: ‘El árbol’ de María Luisa Bombal.
13.
Aunque la historia de Bombal, en la que la protagonista viaja entre un concierto de Mozart y su pasado, carecía de una inmersión de las características que yo buscaba, pero extrañamente me condujo a un estado onírico, por no decir soñoliento, en el que me reía de la mujer diciéndole a su marido que lo dejaba por el árbol, porque sin el árbol, ella no podía seguir con él, porque la soledad ahora se tornaría insoportable sin esas ramas y esos pájaros cantarines y esa sobra. Di un trago al vino para despertarme y me senté a la mesa. Ahí estaba Kokemon, en la clarísima noche de su cápsula, la luz tibia de la lámpara, iluminaba los musgos como una luna amarilla, no había ruido, las piedrecillas del suelo, negras y húmedas, me hincaron un poco los pies, me acerqué al tronco de Kokemon, lo besé como besaba la cabeza de mis abuelos cuando iba a visitarlos, me recosté en una cavidad entre dos protuberancias, Kokemon era monstruoso como la araucaria del cuento de Nettel, pero tenía el silencio antiguo de los amigos, de los que se van a la tumba con nuestros secretos. Me acomodé y esperé a que me entrara la morriña. La señorita S ya daría las indicaciones del caso a su regreso, desde aquí recordé el deseo de la casa del árbol y apoyando la cabeza en el tronco húmedo me dispuse a mirar «allá afuera».
Lo escrito
Estoy de acuerdo con lo que decía Carmen Martín Gaite sobre la escritura: es un sucedáneo de la conversación. De modo que todo lo que no puedo decir cuando converso es lo que escribo.
Aquí está mi obra publicada y no publicada: reseñas, lecturas, relatos y también un espacio que se irá llenando de los textos de otros. Una larga conversación entre voces escritas.
El autor
Enrique Carro
Lima, 1985Después de estudiar Filosofía en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, en 2010 se mudó a Barcelona y trabajó durante diez años como camarero de bares y restaurantes. Autopublicó su primera novela, ¿Dónde estás? (Universo de Letras, 2018).
En 2019, empezó sus estudios en l’Escola d’escriptura de l’Ateneu Barcelonés. Al terminar, dejó la hostelería para consolidarse como profesor de escritura en distintos centros cívicos y ateneos.
En 2019, empezó sus estudios en l’Escola d’escriptura de l’Ateneu Barcelonés. Al terminar, dejó la hostelería para consolidarse como profesor de escritura en distintos centros cívicos y ateneos.
También enseña lectoescritura e informática y cómo usar un smartphone sin morir en el intento para jubilados.
En 2022, publicó su primer libro de relatos, Cabalgar un unicornio azul en la playa (Talón de Aquiles).
Desde febrero de 2023, comparte sus lecturas literarias en el canal de YouTube: Enrique Carro | Lector.
En 2022, publicó su primer libro de relatos, Cabalgar un unicornio azul en la playa (Talón de Aquiles).
Desde febrero de 2023, comparte sus lecturas literarias en el canal de YouTube: Enrique Carro | Lector.
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