Los pedazos rotos del espejo interior




«Miguel, habría tantas cosas que contar que yo ni sé».
Andrés Calamaro


Conocí a Miguel en una cola en abril de 2004. Fue el día en que formalizamos la matrícula para empezar los estudios generales en Humanidades en San Marcos. Había un gran alboroto por el calor, la excitación de los estudiantes y el laberinto burocrático que comandaban grises administrativos a quienes había que sacar la información del siguiente paso a cuentagotas.
En esa cola, Miguel destacaba por su tamaño, la apariencia de joven leñador vasco (aunque hubiera nacido en La Perla), su edad (tendría veintidós o veintitrés años) y su pinta easy going, bermudas beige de corduroy, camiseta azul, pelo largo, audífonos over air y una expresión de maliciosa indiferencia.
―Ese documento no es para esta cola ―me debió decir.
―¿Cómo que no?
―Ya me pasó antes, primero tienes que ir con ese documento al banco y luego vienes acá con otro como este.
Miguel me mostró el dichoso documento.
―Es un laberinto, conchasumadre.
―Es el Perú, brother, te acompaño.
Más o menos así fue como Miguel y yo dejamos la cola y nos fuimos a las oficinas bancarias que estaban camino a las facultades de ingenierías, para que yo pudiera pagar la tasa y seguir el trámite. Me contó que había trabajado un tiempo en la municipalidad de la Perla, que allí ayudaba a las empresas y personas naturales a hacer trámites y que por eso conocía bien el tema. También me contó que ahora trabajaba con su padre diagramando una revista para transportistas. Miguel había estudiado en diez colegios distintos, había sido un chico problemático, pacífico, me dijo él, pero no tonto. En algún momento, entre Economía y Ciencias Sociales, me mostró sus puños y me dijo que gracias a ellos había sobrevivido a la adolescencia.
Cuando me sellaron el recibo conforme realizaba el pago, ya sabía que Miguel había ingresado a la primera a la Católica, donde estudió solo unos meses de generales, y a la Agraria, donde estuvo un par de años, pero que tuvo que dejar por una depresión amorosa, y que ahora había ingresado a la primera a San Marcos, y que quería estudiar Lingüística porque pensaba investigar la glosopoeia de Tolkien, las lenguas élficas, decía él, sobre todo, el quenya y el sindarin. Quedé pasmado ante esta extravagancia. Yo tenía dieciocho años, llevaba una camiseta del Che Guevara, un saco color caqui, unos jeans con la basta rota y negra de polvo, un crucifijo de plata en el cuello y quería acabar con las injusticias sociales de mi país. Aquel muchacho, que se reía sacando levemente la lengua y mordiéndola con sus dientes pequeños y un poco separados, cifraba sus intereses en unas lenguas inútiles, habladas en una novela fantástica.
En aquel entonces, yo no sabía que más pronto que tarde mi vida estaría abocada a esas cosas inútiles y que desecharía para siempre el deseo absurdo de mejorar el mundo. Tampoco sabía que Miguel y yo nos íbamos a convertir en grandes amigos y que íbamos a pasar los siguientes veintiún años hablando en una lengua inventada, la de nuestra amistad, en la que una g nunca era una g, en la que estaba prohibida la literalidad y en la que el espacio entre las palabras y nosotros estaba cargado de ironía, risa y silencio.
Cuando terminamos el trámite y nos dieron nuestras carpetas de recién ingresados, estábamos hambrientos. Miguel me dijo que tenía que ir a recoger a su novia, que era profesora de Química en la Católica, pero que todavía tenía un poco de tiempo.
―Te propongo algo ―me dijo―, vamos a comer un menú y luego me acompañas caminando a la Cato, ¿la haces?
Acepté sin más y en la puerta del Menú, quizás feliz por hallarme en los albores de una nueva aventura y después de ver que tenían un combo de pollo con papas, empecé a cantar «pollito con papas, papas… pollito con papas, papas…». Miguel explotó en una risa convulsa y me dio un golpe en el hombro con su puño legendario, aquel con el que había puesto a raya a los matones de los diez colegios.
―¿Qué te pasa, brother?
Comimos a gusto, pollo rustido y papas fritas. Miguel se ponía ingentes cantidades de picante y la frente se le perlaba de sudor a cada bocado. Al terminar, pagamos y emprendimos la caminata por la avenida Universitaria, la primera de esa miríada de caminatas míticas que íbamos a andar y desandar en aquellos años de gloria y extravío. Caminamos mientras yo le contaba que había estudiado en la Recoleta y que ahora había entrado a San Marcos porque quería conocer mi país a profundidad. Provecho, hermano, me decía él con exquisito cinismo.
Ahora que recuerdo esa caminata, veo a dos muchachos cruzando los terrales de Universitaria y Venezuela, a paso firme, fumando, él Marlboro y yo Montana rojo, felices, llenos de vida. Íbamos a buscar a su novia. Siempre íbamos a ir a buscar a su novia. A veces era real y tenía nombre y existía; y a veces era un sueño, un capricho, un dragón cobarde, una isla bonita, un sendero que se bifurcaba, un motivo para volar juntos un rato o para simplemente seguir caminando hacia algún lugar.
En ese camino hacia la Católica debí hablarle de Calamaro, cuyos discos escuchaba en bucle en aquel tiempo. Años después, aunque entonces no lo sabíamos, le dediqué la canción que Calamaro le escribió a Miguel Abuelo. A Miguel, aquella noche, no le hizo gracia que le dedicara una canción que Andrés le había escrito a un amigo muerto, y en estos días, no puedo parar de tararearla, incrédulo frente a la tragedia: «Mike, todavía te envidio algunos versos como aquel, de los pedazos rotos del espejo interior».
Cuando llegamos a la Católica y nos encontramos con su chica, Miguel me presentó:
―Es mi nuevo amigo ―le dijo ante mi sorpresa. ―Se llama Papas.


Reseña literaria de 'El hijo de Bakunin' de Sergio Atzeni︎