Noche vieja



Comimos sushi y bebimos un rioja.
        Comentamos que era la segunda vez que la señorita S y yo pasábamos la noche vieja en casa y sin nadie más.
        En la primera ocasión, la última noche del 2015, la señorita S y yo habíamos decidido pasar la noche vieja en casa los dos solos. No teníamos buen recuerdo de la calle y de la búsqueda frustrante de algún lugar decente para comer las uvas.
        Mejor en casa. Esa vez fue voluntario, sopesado y felizmente llevado a cabo. Preparé gambas, nos pusimos trajes de gala, bailamos, lancé el tapón del cava por el balcón y dibujó una parábola tan perfecta, que la señorita S y yo pensamos que aquel dos mil dieciséis sería una maravilla.
        Recuerdo que a la mañana siguiente no teníamos resaca y fuimos muy temprano a la playa de la Barceloneta. No era el día más caluroso del mundo, pero nos metimos junto a un montón de gente y nos tiramos al mar cuando sonó el silbato. Luego el club que organizaba el baño multitudinario nos regaló caldo caliente y fue todo muy divertido. Comimos una paella en el paseo de Joan Borbó y terminamos la tarde tirados en el sofá viendo alguna película en Pelispedia.
        El hecho es que esta noche vieja, año 2021, era la segunda vez que la pasábamos solos, los dos en casa.
       Como a las ocho y media fuimos a comprar las cosas para la cena. Yo estaba en el séptimo día de aislamiento, así que acompañé a la señorita S al Alcampo. Dentro tenía ganas de salir, no me sentía cómodo, y compramos las cosas un poco a la loca.
       Luego pedí sushi por Glovo. Nada de hornos ni de gambas frescas. No sé, la noche no resultaba auténtica sino práctica, algo para quitarse de encima. Antes de comer hicimos una videollamada con el señor X y la señorita M. En realidad, la idea original era pasarla con ellos, pero a mí me dio Covid y todo se fue al garete.
        Acordamos celebrarlo otro día diferente, como si fuera fin de año. No será difícil, pensé, porque con ellos siempre es divertido y le ponen tanta emoción que parece que se va a acabar el mundo mañana.
        Más tarde, mojando el maqui en la soja, me pregunté qué significado tenía todo esto. Qué importancia tiene. Una noche como cualquiera. Qué cultura empezó con las uvas y con los fuegos artificiales y con toda esa esperanza en el nuevo año, en esa simulación de limpieza instantánea, de sanación a medianoche.
        Nos distrajimos viendo a los diferentes anfitriones de las campanas en los canales de la tele.  
        Después del vino, bebimos cava rosado. Hasta ese momento, la ceremonia de abrir el cava fue lo más emocionante de la noche. Abrir una botella de cava es fácil, pero puede salir mal, hay un tema con la posición y la forma en que dejas fluir el corcho.
        No sé. Una chorrada que se me da muy bien. De hecho, en verano casi pierdo un ojo por lo bien que se me da. Fue con una botella de Proseco, esa botella había estado guardada en un lugar más bien cálido durante meses. El bendito corcho estaba esperando que alguien tirara un poco de él. Felizmente moví la cara a una velocidad correlativa. Aún me pica el tabique cuando lo recuerdo.
        El caso es que esta vez, nuevamente, apunté a la calle que sube, que da a la plaza del Rey, la misma plaza que Colón tuvo que cruzar antes de subir las escaleras de piedra y entrar en el salón de la reina a pedirle que lo dejara ir a descubrir las Indias. Apunté bien y quité la redecilla de metal y luego, poco a poco, empujé el corcho, hasta que sentí cómo éste empezaba a moverse solo. La parábola fue incluso más pronunciada que en el dos mil quince. Fue una parábola como para pensar que el dos mil veintidós va a ser casi insoportable de lo bueno.
        El cava rosado resultó dulce, malísimo. Como si le hubieran añadido azúcar.
        Supongo que por eso bailamos merengues y nos pusimos a grabar cortos con la señorita S. Luego atizamos el fuego con turrones y licor de naranja, y volvimos al cava con la esperanza de que estuviera menos dulce.
        La señorita S se sentó a contraluz y empezó a beber de la copa como si se fumara un cigarrillo con una boquilla larga. Yo apoyé el móvil en la pata de una silla y la señorita S bebió el cava al ritmo de Yomeji’s Theme, mientras yo la grababa.
Creo que no he vuelto a escuchar esa canción porque esa noche, entregados al perfeccionismo de la señorita S, repetimos la escena unas diez veces.
        Las campanadas llegaron por la TV3 con un minuto de retraso, puto internet. Tuvimos que cerrar los portones y fingir que no oíamos el barullo en las calles ni los petardos, comiendo las uvas una a una, de lo más dignos, simulando que aún estábamos a punto de llegar al dos mil veintidós.
        La noche estaba a punto de terminar, pero quedaba un culillo de cava y decidimos recargar nuestras copas e ir al techo del edificio para ver los fuegos artificiales que ya empezaban a pintar y despintar el cielo.
        Creo que la noche vieja, aunque uno se empecine en quitarle el credo, existe por estas cosas. Subimos las escaleras y salimos al terrado, abriendo una puerta de metal que tiene muy mala maña. Al salir parecía que los fuegos se habían terminado. El cielo morado tenía manchas de humo a lo lejos. Se oían detonaciones menores, esporádicas. El horizonte era un jardín de antenas y puntiagudas cúpulas góticas. La señorita S y yo, como niños, esperábamos que las flores de fuego se abrieran en ese cielo callado.
        Cuando estábamos a punto de bajar a casa, sentimos ese sonido, como de serpiente que corre sobre la hierba. Los fuegos llenaron el cielo inesperadamente.︎
Mark