Mudanzas


La primera vez que me mudé fue a los veinte años. Entonces conseguí un departamento en el piso once de un edificio llamado San Ricardo, en el cruce de Larco con Benavides, en Lima. Recuerdo que cuando me quedé solo en ese lugar, me sentí muy raro, algo parecido al miedo, y antes de empezar a acomodar las cosas puse el Dark side of the moon de Pink Floyd, y me quedé mirando las luces de Lima por los grandes ventanales, desde donde, si uno asomaba ligeramente el cuerpo, se podía llegar a ver el mar.
    La segunda mudanza fue a los veintidós años. Volvía a San Isidro, a la casa de siempre. Volvía endeudado y escarmentado por la vida loca que había llevado en las alturas de Larco con Benavides. Recuerdo que puse toda mi ropa en una caja de cartón enorme. El taxista, caprichoso, aparcó al frente del edificio. Era un personaje antipático y no quería dar la vuelta en U porque estaba prohibido. Así que yo tenía que cruzar la pista con todas mis cosas, una a una, y dejarlas en el recibidor del edificio Elizabeth Court donde viví mi infancia y donde mi papá seguía viviendo con nuestro perro, Vasco. Mi mamá y mi hermano ya no estaban allí, así que las cosas habían cambiado definitivamente. Recuerdo que esa caja de cartón se abrió por debajo en medio de la calle Nicolás de Rivera y mi ropa se desparramó. Nunca me he sentido tan desamparado como en ese momento, con todos mis polos y pantalones y calzoncillos ahí tirados, y los carros esquivándome lentamente, mientras sus conductores me miraban llorar.
    Duré poco en la casa de siempre, poco más de un año, entonces decidí mudarme con mi mamá y mi hermano a la casa de mi abuela, donde ellos vivían. Pero en cuestión de días me di cuenta de que tenía que volver a vivir solo y conseguí una habitación en Miraflores, en una casona pintada de verde, en la avenida General Suarez, al frente de un centro comercial de artesanías y del mítico teatro Marzano. Una habitación barata en la segunda planta, pequeñísima, con portones altos y una ventana inalcanzable y enrejada. El casero, un joven cocainómano y arrogante, le llamaba “la cárcel”.
    En esa casa, en esa cárcel, lúgubre, oscura, llena de extranjeros degenerados y gente de Lima que buscaba hacer caja para escapar a otro país, conocí a Susana. Allí nos hicimos amigos y nos enamoramos. Desde allí emprendimos sendos viajes por la sierra y la selva peruana, por el caribe colombiano y el interior de Ecuador. En pleno romance, Susana tuvo que volver a Barcelona y entonces sí que fue una cárcel vivir en esa casona vieja, llena de gente infeliz y perdida.
Otra vez cogí mis cuatro cosas y me mudé a la casa de mi abuela Meche, solo por unos meses, mientras gestionaba la visa para irme a Barcelona a buscar a Susana. Mi abuela me ofreció una habitación más iluminada, donde ella jugaba solitario en el ordenador todas las mañanas. Esa habitación estaba al final de un pasillo donde siempre había una corriente huracanada que cerraba la puerta. A veces llegaba tarde, medio borracho y la puerta se había cerrado con el pestillo puesto. Entonces tenía que descolgarme por un balcón y bordear la pared como el hombre araña, hasta alcanzar la ventana de mi cuarto, abrirla y meterme como un ladrón. Luego, por la mañana, mal dormido, abría los ojos y veía a mi abuela sentada frente a mí, jugando solitario.
    La siguiente mudanza fue a la casa de la familia de Susana, en Mollet del Vallès, un pueblo cerca de Barcelona. Tenía veinticuatro años. Era noviembre. Hacía frío y yo estaba totalmente perdido, con cuatrocientos euros en la billetera y esperando que KLM encontrara mi maleta. La casa estaba en una segunda planta, había dos gatos y Susana y yo compartimos una habitación al lado de la de su madre. Abajo vivía un hombre sabio, amable, con el que bajaba a conversar, se llamaba Modesto. Un ángel con boina, que siempre estaba en la cocina rodeado de estufas, bebiendo anís del mono y leyendo algo junto a su gato ciego. Susana cuidaba a una niña y yo estudiaba un máster que no me ha servido nunca para nada. Fue una época difícil para ambos. España atravesaba una crisis económica importante. Yo no podía trabajar porque no tenía permiso de trabajo. A veces recibía ayuda de mi tía Marta, que vivía en Murcia, o de mis padres o de mi tío Pichín, que en paz descanse. Una vez, viviendo en esa casa, Susana me llevó a una cantera en su pequeño Opel Corsa amarillo patito. Allí gritamos largo rato y oímos nuestros gritos volver una y otra vez, como dos seres que dialogan con su rabia.
    La siguiente mudanza fue a un piso en la calle Canvis Vells (Cambios Viejos), en el barrio del Borne, en Barcelona. Mariona, una amiga de Susana, nos dejó su habitación a un precio irrisorio y así empezó nuestra aventura en el centro antiguo de la ciudad condal. En ese piso, una mañana, recibí la llamada de una mujer peruana, de Trujillo, dueña de un restaurante. Necesitaba un camarero a jornada completa. Me dijo que le gustaba mi voz y que me daría una oportunidad.
    Un año después, en septiembre del dos mil trece, Susana y yo nos mudamos a un estudio, al otro lado de la avenida Via Laietana. Un pequeño piso sin habitaciones, pero con unos arcos y vigas maravillosos, y un doble balcón con vistas a la Plaza del Rey, al mirador del Tinel y a la librería La Central en plena Baixada de llibreteria. Allí habían vivido los trompetistas y músicos de la corte de Jaume I, hacía cientos de años. Nosotros vivimos allí casi una década. Allí, Susana y yo crecimos como pareja, en las luces y en las sombras de la vida; allí recibí la noticia de la muerte de mi abuela Meche y sentado en ese balcón, me despedí de ella, mientras las gaviotas volaban al son de mi duelo; allí escribí mi primera novela, más de cincuenta relatos y gran parte de la novela que estoy terminando; allí Susana se hizo profesora y artista. En el sofá cama con vistas al mirador medieval, una especie de lugar sagrado, donde he leído más de un centenar de libros, durmieron todos nuestros amigos, familiares, incluso desconocidos que aparecían en noches de locura y desaparecían en puntas de pie mientras nosotros aún dormíamos. Recuerdo que los primeros años, para no bajar, silbábamos a los paquistaníes que vendían cerveza en la plaza del Ángel, frente al hotel Suizo, luego descolgábamos una canasta de mimbre atada a una cuerda, con las monedas dentro; el paquistaní de turno cogía el dinero, sonriente, y luego metía las latas de Estrella en la canasta.
    La semana pasada viví, junto a Susana, otra mudanza. Una mudanza tranquila, sopesada. Una mudanza que habla de los años vividos, de la experiencia, de la mesura, pero también de la naturalidad, la locura irremediable y las ganas de reírnos y de vivir la ciudad. Esta vez a una calle de nombre revolucionario, Fraternitat, en el barrio de Gracia. Un piso con habitaciones, con puertas que se abren y se cierran. Una casa con techos altísimos, inalcanzables, incluso, un patio de luces y unas escaleras que llevan al altillo.
    Mis libros todavía están apilados sobre una mesita blanca que cruje. Voy a taladrar la pared esta tarde para colgar las repisas. Hay silencio, es una mañana silenciosa y Susana se ha ido al trabajo. Es la primera vez que estoy solo en esta casa. Solo una mosca me acompaña con su vuelo incómodo y sus apariciones repentinas. Yo no sé bien qué hacer, me siento raro, algo parecido al miedo. Me hago un segundo café y busco en Spotify el Dark Side of the Moon. Sí, eso haré. Me colgaré de la ventana un rato, mientras la música fluye; de esta ventana que ahora da a la calle tranquila y pueblerina de Gracia, por donde pasan los vecinos con sus barras de pan, o con sus hijos, que van camino a la escuela. Voy a quedarme mirando y oliendo las hojas de nuestras plantas, y así, poco a poco, empezaré a habitar.︎


Mark