Virginia Woolf


En «Horas en una biblioteca», la escritora Virginia Woolf nos explica que el erudito es un entusiasta sedentario, anda siempre solo y tiene un sistema de lectura. «Un personaje sin duda delicioso en su sencillez refunfuñona». En cambio, el que lee apasionadamente es más bien volátil.
        Para el lector, el que lee por pasión, «la lectura tiene más las propiedades de un ejercicio brioso al aire libre que las del estudio en un lugar resguardado».
        Woolf sugiere que este lector vive tres etapas.
        Primero, entre los dieciocho y los veinticuatro años, el lector lo devora todo. «No es solamente que leamos tantísimos libros, sino también que hayamos podido leer precisamente esos». El lector lee a los clásicos, escritores universales, muertos todos. Solo cogerá el libro de los escritores vivos consagrados. La luz cegadora de los escritores muertos lo hace libre. La libertad, dice Woolf, lo lleva a la arrogancia y por eso juzga a la gente viva con «soberbia severidad».
        La segunda etapa se caracteriza por la aparición del compañerismo. El lector se acerca a los escritores vivos. No le parecen tan buenos, pero le resultan cercanos. Valorarlos no es difícil, pero «es la mejor manera de demostrar que hemos leído a los clásicos con la debida capacidad de comprensión». El lector se enfrenta a sus prejuicios y algunos caen.
        La última etapa del lector, al menos la última en la que se detiene la escritora inglesa, plantea un retorno a los escritores muertos, a los clásicos. «Volvemos de aventurarnos entre los libros nuevos con una mirada más aguda a la hora de afrontar los viejos». Ahora el lector devela los secretos que antes no supo ver y se reencuentra con algo que no tienen los libros nuevos: «hay en ellos una finalidad completa».     Volvemos a sentir, diría Virginia Woolf, «esa certeza absoluta del deleite que respira en nosotros».