Un hombre llamado El Patito Feo

Ensayo de ficción



Cuando le preguntaron si escribiría su autobiografía, Hans Christian Andersen respondió que ya la había escrito y que era nada menos que su famoso cuento El patito feo. Al poeta se le ocurrió la trama mientras veraneaba en la casa solariega de los Moltke. Desde la comodidad de una carrera consagrada, Andersen se remonta a su modesto pasado en Odense y revive los principales episodios de su juventud a través de la vida de un pato grande y feo que huye del nido, vive mil desventuras y finalmente se convierte en un cisne.


¿Hans Christian Andersen era el patito feo?︎
Melville y Piglia: ¿Bartleby es una nouvelle?︎
Amigas y rivales: Virginia Woolf y Katherine Mansfield︎

En el verano de 1842, el reconocido poeta danés, Hans Christian Andersen, veraneaba en una bella campiña de la casa solariega Bregentved. Llevaba unos veinte días de vacaciones, cortesía de sus amigos, la familia Moltke. Las mañanas las dedicaba a escribir y cada tarde daba un largo paseo hasta las ruinas de una iglesia desde donde podía ver el lago con cierta perspectiva, luego volvía a la casa mientras el sol se desangraba a lo lejos.

Era inevitable no pensar en su vida en esas caminatas, no contraponer el pasado al presente, no indagar dónde se había gestado la transformación. Ahora estaba viviendo la gloria del poeta, todo el mundo lo quería, la crítica lo acompañaba, sus cuentos eran un éxito infantil, pero además alcanzaban esa profundidad que los convertía en auténtica literatura romántica. Solo bastaba mirar a su alrededor, respirar el aire:

«¡Qué hermosa estaba la campiña! Había llegado el verano: el trigo estaba amarillo; la avena, verde; la hierba de los prados, cortada ya, quedaba recogida en los pajares, en cuyos tejados se paseaba la cigüeña, con sus largas patas rojas, hablando en egipcio, que era la lengua que le enseñara su madre. Rodeaban los campos y prados grandes bosques, y entre los bosques se escondían lagos profundos. ¡Qué hermosa estaba la campiña!»  

Sin embargo, a Hans, esa felicidad naranja de la tarde le generaba amargura. El corazón le ardía como una brasa y al ver aquellas mansiones sobre alfombras de cesped, pensaba que nunca formaría parte de esa alta sociedad, no del todo; siempre tendría que vivir fingiendo, impostando algo, aguantando la mirada condescendiente de quien se daba cuenta de su origen humilde. Estaba condenado a ser un extranjero, incluso en su propia patria.

Quiero pensar que una tarde Hans se acercó a una de esas mansiones. Nunca se había sentido tan pequeño como en ese momento y vio los fosos que la rodeaban, aún con toda la luz del mundo esos fosos se veían negros. Se acercó al foso del ala derecha de la mansión, el más tupido: «Por dentro estaba tan enmarañado, que parecía el interior de un bosque. En medio de aquella maleza, una gansa, sentada en el nido, incubaba sus huevos». Era su madre.

La niñez de Hans


Hans nació el 2 de abril de 1805 en un barrio pobre de la ciudad de Odense, situada en la isla de Fionia, Dinamarca. En ese tiempo la ciudad tenía unos cinco mil habitantes. Hoy en día se puede visitar la casa donde Hans vivió cuando era niño y por lo visto sorprende que la familia viviera en una habitación tan pequeña y que, en ese mismo espacio, el padre tuviera su taller de zapatería.

La madre de Hans siempre había vivido en la pobreza, de niña había tenido que pedir limosna en la calle. Era una mujer ignorante, pero sabía muy bien que su hijo tenía talento y se esforzó por estimularlo. Su padre era un personaje melancólico, un hombre que hubiera querido tener estudios, explotar su mente en vez de reparar zapatos. Hans lo vio una vez llorar mientras limpiaba sus herramientas. Él sabía la razón. Su padre había visto los libros escolares de un muchacho que vino a recoger sus botas. El muchacho le prestó los libros, su padre los estuvo hojeando y le cambió el color de la cara.
A Hans le gustaba fantasear con el pasado de su padre, le ponía caliente el pecho. En su imaginación ese pasado brillaba como el oro. Además, para alimentar la mitología del niño, la abuela siempre se estaba lamentando de cuando eran ricos y de cómo, cuando murió el abuelo, todas fueron penurias. Su padre murió cuando Hans tenía once años:

«Dejamos su cadáver en la cama y mi madre y yo nos echamos fuera; un grillo se pasó la noche cantando. Está muerto, le decía mi madre, de nada sirve que lo llames, la señora del hielo se lo ha llevado. Yo sabía muy bien a qué se refería; me acordaba de que el invierno anterior, que se había formado hielo en las ventanas, mi padre nos había mostrado que éste semejaba una mujer con los brazos abiertos».

Quizás esta circunstancia de soledad incomprensible —Hans siempre recordaría las noches en que su padre le leía cuentos y poemas— lo convirtió en un niño retraído y excéntrico, siempre en las faldas de su madre:

«¿Estáis todos? —prosiguió, incorporándose—. Pues no, no los tengo todos; el huevo gordo no se ha abierto aún. ¿Va a tardar mucho? ¡Ya estoy hasta la coronilla de tanto esperar!»  

De hecho, la madre de Hans, viuda y rejuntada con un galán de poca monta que se pasaba media vida fuera de casa quién sabía dónde, tenía que aguantar los rumores de los vecinos sobre su hijo malhecho:

«—Déjame ver el huevo que no quiere romper —dijo la vieja—. Créeme, esto es un huevo de pava; también a mí me engañaron una vez, y pasé muchas fatigas con los polluelos, pues le tienen miedo al agua. No pude con él; me desgañité y lo puse verde, pero todo fue inútil. A ver el huevo. Sí, es un huevo de pava. Déjalo y enseña a los otros a nadar».

Además, Hans era feo. Largo y flaco como una cerilla. Narigón y amanerado, algo que el barrio de lavanderas, herreros y mendigos, homofóbico y superficial, veía con recelo, pero bastaba que declamara un poema o cantara una canción para que su madre, que ya había empezado a beber más de la cuenta, se volviera a enamorar de él:

«¡Fíjate cómo mueve las patas, y qué bien se sostiene! Es hijo mío, no hay duda. En el fondo, si bien se mira, no tiene nada de feo, al contrario».

Hans huye a Copenhague


Tras la muerte del padre, Hans quedó abandonado a su libre albedrío. Jugaba con el teatrito que éste le había regalado, le seguía haciendo la ropa a sus muñecos de madera, cantaba encerrado en esa casa pequeña, mientras su madre iba a lavarle la ropa a la gente. Los otros muchachos ya empezaban a trabajar en algún oficio y Hans solo sabía hacer el vago. Su abuela y su madre lo consentían, pero terminaron mandándolo a una fábrica, con la excusa de que al menos ahí estaría controlado.

En esa fábrica, Hans se encontró con un grupo de peones alemanes que no paraban de hacer bromas y contar chistes groseros. Decidió cantar para ellos, aprovechando su voz aguda de soprano. También interpretaba escenas de las tragedias de Shakespeare con tal de no trabajar, y la gente lo animaba, ¡qué deberían pensar de ese joven payaso!, ¡qué bien se la pasaba esos primeros días!; pero una tarde, un mozo gritó: «¡Este no es un chico, es una mujercita!». Luego lo agarró con violencia y Hans se puso a chillar. Otros chicos lo cogieron de las piernas y de los brazos. Él gritaba mientras lo mecían con fuerza:

«El pobre patito feo no recibía sino picotazos y empujones, y era el blanco de las burlas de todos, lo mismo de los gansos que de las gallinas. ¡Qué ridículo!, se reían todos, y el pavo, que por haber venido al mundo con espolones se creía el emperador, se henchía como un barco a toda vela y arremetía contra el patito, con la cabeza colorada de rabia».

Los acosos reiterados se contraponían a la vocación inquebrantable de Hans. Él se consideraba un artista, aunque aún no sabía realmente cuál sería la manifestación de su arte. El teatro fue lo que lo llevó a Copenhague. La ciudad en la que él había depositado todas sus ingenuas esperanzas de pueblerino adolescente. Hans tenía catorce años cuando entró en la capital danesa. Aquel día, seis de septiembre de 1819, la ciudad estaba agitada. Justo la noche anterior había estallado la famosa revuelta contra los judíos. Un suceso que duraría unos meses y que tendría repercusiones en toda Europa.

«¡Pim, pam!, se oyeron dos estampidos: los dos machos cayeron muertos en el cañaveral, y el agua se tiñó de sangre. ¡Pim, pam!, volvió a retumbar, y grandes bandadas de gansos salvajes alzaron el vuelo de entre la maleza, mientras se repetían los disparos. Era una gran cacería; los cazadores rodeaban el cañaveral, y algunos aparecían sentados en las ramas de los árboles que lo dominaban; se formaban nubecillas azuladas por entre el espesor del ramaje, cerniéndose por encima del agua, mientras los perros nadaban en el pantano, ¡plas, plas!, y juncos y cañas se inclinaban de todos lados. ¡Qué susto para el pobre patito! Inclinó la cabeza para meterla bajo el ala, y en aquel mismo momento vio junto a sí un horrible perrazo con medio palmo de lengua fuera y una expresión atroz en los ojos. Alargó el hocico hacia el patito, le enseñó los agudos dientes y, ¡plas, plas! se alejó sin cogerlo».

Hans pasó sus primeros años en Copenhague dando tumbos, tocando puertas de conocidos de Odense con cartas de recomendación que nadie reconocía, resistiéndose a volver, aguantando el tipo cuanda las puertas de cerraban ante su nariz enorme, reteniendo las lágrimas cada vez que le escribía a su madre a base de mentiras para ocultarle todo lo mal que le iba en la gran ciudad. Lo cierto es que su oportunismo y ambición se mantenían férreos a pesar del viento en contra.

Hans no tenía vergüenza de apersonarse en la casa de los más ilustres representantes de la alta sociedad y de la intelectualidad danesa. Le dijeron de todo. Que era muy flaco para ser actor, que no era lo suficientemente alto para ser bailarín. Incluso perdió la voz por ir todo el invierno con las botas agujereadas y mojadas por la lluvia, y su profesor de canto le insistió que debía volver a Odense, aprender un oficio y darle un giro a su vida.

En esa peripecia lo ayudó mucha gente, pero toda ella le hacía sentir el peso de la caridad. Siempre le recordaban su origen desgraciado antes de asignarle una manutención. Siempre, hasta que conoció al Consejero Privado Jonas Collins:

«El viento soplaba con tal fuerza contra el patito, que éste tuvo que sentarse sobre la cola para afianzarse y no ser arrastrado. La tormenta arreciaba más y más. Al fin, observó que la puerta se había salido de uno de los goznes y dejaba espacio para colarse en el interior; y esto es lo que hizo».

Este hombre duro, aparentemente insensible ante el testimonio de un Hans alicaído que se jugaba sus últimas bazas antes de capitular, fue quien le habló de su caso nada menos que al rey Federico IV, quien le terminó asignando un sustento de los mismísimos fondos del erario público. Además, la Dirección de Escuelas de Bachillerato le concedió la beca para cursar estudios en el exigente instituto Slagelse, donde Hans pasó una temporada, viviendo en casa de una viuda.

Allí, el joven poeta, que había conseguido lo impensado, se sentía sin embargo como un pájaro al que han encerrado en una jaula, y aunque ponía toda su voluntad en aprender, se sentía perdido. Nunca como entonces le daba tanto pudor ser él mismo, jamás se había sentido tan atrapado como en aquel momento de gracia. Le atacaba la nostalgia absurda por una libertad idealizada e inubicable que los demás tildaban de excusas propias de la holgazanería.

«El patito fue a acurrucarse en un rincón, malhumorado. De pronto se acordó del aire libre y de la luz del sol, y le entraron tales deseos de irse a nadar al agua, que no pudo reprimirse y se lo dijo a la gallina.
—¿Qué mosca te ha picado? —le replicó ésta—. Como no tienes ninguna ocupación, te entran estos antojos. ¡Pon huevos o ronronea, verás como se te pasan!
—¡Pero es tan hermoso nadar! —insistió el patito—. ¡Da tanto gusto zambullirse de cabeza hasta tocar el fondo!»

En ese tiempo recibió una carta del docto redactor del diario del oeste de Zelanda, en respuesta a un manuscrito: «(…) he de reconocer que Dios le ha dotado de una viva imaginación y un gran corazón, sólo le falta a usted todavía formación intelectual (…)». Hans estudió siempre contrariado por el peso de su vocación artística y la necesidad de estudiar para ser reconocido por la clase intelectual danesa. Era cuestión de tiempo. 

Hans ve su reflejo en el agua


Bregentved es una casa solariega localizada tres kilómetros al este de Haslev en una isla danesa que se llama Zelanda y desde el siglo XVIII es propiedad de la familia Monltke, que invitó a Hans en los meses de verano de la década de 1840.

En el verano en que Hans empezó a escribir el relato, hacía unos pocos años que el ala norte de la casa había cumplido un siglo desde que Lauritz de Thurah la construyó.
Me gustaría pensar que Hans se detuvo más de una vez al otro lado del lago para contemplar esos singulares tejados a cuatro aguas de tejas negras, los pinos debidamente podados, el atardecer rosado detrás, reflejándose en el lago en forma de acuarela. A veces Hans tenía el relato completo en la mente. El protagonista sería un pato grande y feo que tardaría en nacer, y que al nacer sería criticado por todos. El pato sería tímido y temeroso, inseguro. En el primer párrafo contrapondría la belleza de Bregentved y la opacidad del Odense marginal. Más tarde, el agua sería el símbolo de la libertad y nadar, la expresión del arte, oculta en la fealdad superficial del pato. Solo al fluir en el agua él sentiría que estaba vivo. Huiría con los patos salvajes. Allí sería especialmente ambicioso. Fusionaría dos hecho: su llegada a Copenhague, en plenos disturbios por la represión a los judíos, y la relación que tuvo con esos dos poetas perdidos, Petit y Carl Bagger, con quienes compartía versos en Soro cuando era estudiante. Lo situaría en un cañaveral. Los cazadores y los perros le servirían para representar aquella tarde sórdida en que los tres poetas fueron al bosque de Skjelskor a ver un ajusticiamiento.

Luego sintetizaría la ayuda que recibió de toda esa gente rica copenhaguesa en una cabaña donde un viejo, un gato y una gallina lo confundirían con una pava, y lo incitarían a poner huevos o a maullar, le encantaba usar la ironía para humillar a la gente. Hans, que era débil de autoestima, muy consciente de ello, se recreaba en la literatura, y así, aunque agradecido por el cobijo que había recibido, también dejaría impresa su crítica a la mentalidad cerrada de sus protectores, que nunca supieron ver con claridad su genialidad.

El patito se marcharía también de allí, convencido de que prefería la muerte a vivir para llenar las expectativas del resto. Pero ¿qué pasaría entonces? Hans no lo sabía, parecía tenerlo, pero el final se desvanecía bajo el cielo amoratado de la noche. 
Por las mañanas hacía esbozos y por las tardes volvía a cruzar el puente y caminaba hasta las ruinas aquellas, para luego volver sobrecogido por los colores estivales de la campiña.

Días antes de volver a Copenhague, unos niños jugaban en la orilla del lago y Hans se acercó a ver qué hacían. Los niños bailaban con sus trajecitos blancos frente a tres cisnes. Hans, sensiblero como era, sintió las lágrimas en los ojos, pero quiso retenerlas por pudor:

«—¡Quiero irme con ellos, volar al lado de esas aves espléndidas! Me matarán a picotazos por mi osadía: feo como soy, no debería acercarme a ellos. Pero iré, pase lo que pase. Mejor ser muerto por ellos que verme vejado por los patos, aporreado por los pollos, rechazado por la criada del corral y verme obligado a sufrir privaciones en invierno. Con un par de aletazos se posó en el agua, y nadó hacia los hermosos cisnes. Éstos al verle, corrieron a su encuentro con gran ruido de plumas. —¡Matadme! —gritó el animalito, agachando la cabeza y aguardando el golpe fatal—. Pero ¿qué es lo que vio reflejado en la límpida agua? Era su propia imagen; vio que no era un ave desgarbado, torpe y de color negruzco, fea y repelente, sino un cisne como aquéllos». 

El 11 de noviembre de 1943, Hans Christian Andersen publicó el cuento que urdió en esas tardes de verano. Lo tituló El patito feo