Sylvia Beach y James Joyce


Sylvia Beach conoció a James Joyce en París y, de inmediato, se hicieron amigos. Beach le declaró su admiración de buenas a primeras y, por lo visto, Joyce le cogió simpatía, porque desde entonces frecuentó asiduamente la librería de aquella valiente yanqui que había venido del oeste.
        En esas tertulias en el interior de Shakespeare&Company, Joyce le confesó a Sylvia que tenía dos grandes inquietudes, una era la economía familiar, muy menoscabada, y la otra, la publicación del Ulises.
        Este libro sufrió de una durísima censura por muchos años en los países de habla inglesa y Joyce, según percibió Beach en los ojos azules y dañados del escritor irlandés, estaba abatido por esta circunstancia.
        En un arranque de locura, Beach le propuso a Joyce editar el libro y publicarlo bajo el sello de la librería. Un sello que existiría única y exclusivamente para esa obra, ya que Sylvia Beach no volvió a hacer de editora nunca más.
        Varias fueron las vicisitudes que enfrentó esta maravillosa mujer para llevar a cabo la proeza editorial del siglo, entre las cuales está la búsqueda indesmayable de tipógrafos que aceptaran escribir esas «páginas obscenas», encontrar suscriptores y luego, calmar a los más impacientes, por las numerosas postergaciones.
        Sin embargo, ya con las pruebas de impresión en las manos, Sylvia Beach sufría por un último apuro. Mañana era el cumpleaños de Mr. Joyce, y Mr. Darantiere ya le había dicho que los impresores habían hecho un tremendo esfuerzo, pero que sería imposible tener ejemplares para el dos de febrero, día del aniversario del autor. Hemos hecho todo lo que estaba en nuestras manos, debió decirle Darantiere, que era muy educado.
        Lo cierto es que a media tarde de ese día uno, a Sylvia le llegó un telegrama: El revisor del expreso de Dijon, que llegaba a París a las siete de la mañana del dos de febrero, le entregaría dos ejemplares del Ulises de Joyce.
        Sylvia corrió a la estación a la mañana siguiente y su corazón galopó al ver la cresta de vapor de aquel expreso que venía de Dijon.
        Así fue como Joyce obtuvo el primer ejemplar de su mítico Ulises.