Siempre olvido algo


Siempre que salgo de casa, antes tengo que entrar y salir un par de veces. El noventa y nueve por ciento de ocasiones es porque me he dejado la llave o la cartera. El resto es porque me he olvidado de entrar y salir un par de veces sin más, como si entrar y salir un par de veces sea, al cabo de tantos años con lo mismo, necesario, cabalístico.
        Tan cabalístico como encender y apagar una vez, solo una ronda, la luz del pasillo, antes de bajar las escaleras. Es decir, que antes de bajar las escaleras, mi mano se levanta de manera subconsciente (porque si fuera inconsciente me sorprendería hacerlo, pero la verdad es que cuando he apretado el interruptor y, dos segundos más tarde, lo he vuelto a apretar, haciendo que la luz aparezca y desaparezca como un relámpago, no estoy sorprendido); así que, después de este largo paréntesis, mi mano se levanta de manera subconsciente y hace la operación de doble pulsión y luego baja y abre la puerta y, si hay suerte, si es uno de esos días en que estoy resolutivo y quito peso a las cosas, entonces bajo las escaleras y me marcho.
        Entenderán que, con la mascarilla, la cuestión ha alcanzado un punto de no retorno. A veces prefiero quedarme en casa antes de estarme media hora yendo y viniendo como un idiota, encendiendo y apagando las luces una y otra vez, las de mi cocina y las del pasillo, y otra vez la del vestidor y la del baño, y apagándolas con cara de qué buscas. Y abriendo y cerrando la puerta de casa, cada vez que voy a revisar, una más, si he puesto las cosas donde las he puesto, para finalmente olvidarme la mascarilla y una calle abajo, cuando siento un repentino pudor al ver a todos con sus bozales, darme cuenta de que me la he olvidado.
        Y venga a subir a casa.
        Historia aparte es el gimnasio. Y lo es por la existencia de la taquilla.
        Verán, desde hace un tiempo, llevo siempre una moneda de cincuenta céntimos en el bolsillo secreto de la cartera. Ese es el valor que uno le termina dando a la taquilla del gimnasio después de un sinfín de oportunidades en el que ha tenido que volver a casa, desandando cuatro kilómetros, porque no tiene ni candado ni moneda, dándose cuenta de ello, además, cuando ya está desnudo, con todas sus cosas dentro de la taquilla, y a sabiendas de que no puede pedir cambio porque solo ha traído tarjeta y que le da palo mendigar desnudo por el vestuario buscando a un buen samaritano que le deje una moneda.
        Por eso, esa moneda en la cartera es el acto de prevención que más atesoro. De hecho, es una de esas sorpresas subconscientes que más que extrañarme, agradezco. En el momento exacto en que me voy a cagar en todo porque me he olvidado el candado en casa, recuerdo la moneda de cincuenta céntimos que me servirá para guardar las cosas en esas taquillas donde metes la moneda, cierras y te llevas la llave, por ejemplo, la 501.
        Pero hay algo más.
        Hay la taquilla en sí misma.
        Porque la taquilla en sí misma es como una pequeña casita de latón, una casa esporádica, que varía ocasionalmente, aunque la número 458 sea tácitamente tuya (somos animales de costumbres), tu casa del vestuario de la primera planta, la que, amable, cedes a los exploradores que vienen a dejar sus cosas en la línea de las taquillas que empiezan por 4 y se ven atraídos por el pestillo machacado de la tuya, acéptalo, es imposible no sentirse en casa frente a la taquilla 458.
        De cualquier forma, sea la 458 o la 603, sin colgadores, o la 501, si te has olvidado el candado; una vez has metido alguna prenda, una vez te has preparado y vas a cerrarla, esa taquilla es tu casa.
        Y por supuesto, para salir de casa, tengo que dar un par de vueltas.
        Unas vueltas a las que hay que agregar el nefasto complemento covidiano: la mascarilla.
        Ahora bien, para entender la situación de ayer, habrá que imaginarla desde fuera y en tiempo presente. Por eso, me permitirán ponerme un momento donde están ustedes y ver el comportamiento de aquel sujeto que acaba de entrar con la mascarilla puesta, moviendo los ojos, inquieto, en la línea de las taquillas que empiezan por 4.
        Este muchacho resopla bajo la mascarilla de neopreno, al ver que una de las taquillas, la suya predilecta (intuimos), está ocupada. Entonces, qué remedio, el muchacho abre otra, una o dos taquillas a la derecha. La abre y luego se quita la mochila y la coloca en la banca. Se quita también la mascarilla, que cuelga dentro, a pesar de que hay letreros por todos lados anunciando la OBLIGATORIEDAD DE IR CON MASCARILLA POR LAS INSTALACIONES DEL CLUB y tendrá que sacarla para ponérsela.
        Empieza el proceso de mudanza, de la mochila a la taquilla. Primero una bolsa que contiene las chanclas de hule para la hora del jacuzzi, después la toalla de piscina, después el neceser donde debe llevar las gafas de nadar, el gorrito de látex y el gel de baño en un potecito de plástico con el logo de un hotel de Andorra. Luego saca la indumentaria para el gimnasio, guantes, camiseta y short y los deja sobre la banca. Luego se quita la camiseta y la cuelga dentro y lo mismo hace con su calzoncillo y su short de vestir. Y se quita también las bambas y los calcetines negros. Entonces nos sorprende, porque todo indicaba que el muchacho iba a ir a la sala de máquinas, pero ahora, desnudo y sin bambas, parece más bien dispuesto a nadar. Sin embargo, con las manos en la cintura, no parece convencido. No parece que quisiera realmente nadar, sino que, despistado, ha sido presa de un lapsus. Y quizás, tomando el lapsus como señal, vuelve a la taquilla con la mochila y la ropa de gimnasio. Mete todo de cualquier forma y saca la toalla de piscina y el neceser. Luego cierra la taquilla y busca el candado en la banca. Pero el candado está en la mochila. De nuevo se dirige y abre la puertecilla de latón, con rostro desaprobatorio, y saca el candado, no sin problemas, y al fin cierra la puerta de metal. Pequeñas gotas de sudor pueblan su frente. Sin embargo, al volverse, el muchacho se da cuenta de que sus bambas y los calcetines negros, están allí, en los pies de la banca. Se da cuenta también, que está descalzo. Así que quita el candado, resoplando, y abre la puerta y saca la bolsa de plástico con las chanclas y mete las bambas. Y creerán -yo que estoy aquí con ustedes lo creo- que el muchacho va a olvidarse de la mascarilla que ha colgado antes, casi al principio de todo, pero haciendo un ademán de recordar el carácter de OBLIGATORIEDAD de ésta, la coge y se la pone.
        Al cerrar el candado, como no podía ser de otra manera, se da cuenta de que no ha guardado la bolsa de plástico, pero, en este punto, prudente él, decide hacerla bolita y meterla en el neceser.
        Así que salgo del vestuario ­-y seguiré contando la historia desde mí mismo y en presente, para dar ese efecto de inmediatez y ligero tono elíptico con que me gusta terminar las historias-, con la toalla y el neceser bajo el brazo, y la mascarilla bailándome en la cara.
        Voy a la piscina con ánimo, quiero decir, consciente de que no era el plan pero que, después de todo, no hay nada como sumergirse en el agua en pleno agosto. El pasillo está lleno de gente que va y viene y un aire fresco lo recorre. Un señor me mira y levanta las cejas. Y el ambiente se puebla de murmullos.
        En el cristal de la puerta que lleva a la piscina veo mi reflejo. En el hay un hombre desnudo con mascarilla.