Nadine Gordimer


«No sé si conoce la máxima de Goethe», le dice Nadine Gordimer a Janikka Hurwitt, entrevistadora de The Paris Review, «hay que hundir la mano en la vida, y lo que sacas de ella eres tú, es tu tema. Creo que eso es lo que hacen los escritores».

Gordimer nació en Springs, Sudáfrica.
        Sus padres habían llegado allí por la expansión colonial. Por ejemplo, el abuelo materno llegó a buscar diamantes en Kimberley y terminó dedicándose a la bolsa de valores. La madre de Nadine tenía seis años cuando dejaron Inglaterra.
        El padre de la escritora, un judío lituano de familia pobre, viajó en uno de esos buques enormes en los que cientos de inmigrantes europeos se iban a buscar suerte a América, la diferencia es que su destino era África. Tenía trece años. Empezó reparando relojes.
Era un tipo sin personalidad, «tenía algo atrofiado».

Quizás por eso la madre de Nadine siempre estaba mirando a otros hombres.
        Algo que no pasó de la fantasía del adulterio, de vivir la historia imaginaria de que era amada por otros. Uno de esos hombres era el médico de la familia. Nadine era una niña insoportable, muy nerviosa. Quería ser bailarina. El médico le detectó un ritmo cardiaco acelerado. Entonces, la madre le prohibió bailar y hacer cualquier esfuerzo físico.

Con los años, Nadine lo entendería: su madre necesitaba que ella estuviera siempre enferma para ver al médico y vivir esa aventura soterrada. En esos tiempos los doctores se quedaban a tomar el té largo rato después de la consulta. Gordimer imagina esos cortejos frente a las tacitas humeantes.

Mientras tanto, enjaulada, la escritora brota como una semilla en un algodón.

«Siempre espero encontrar la forma correcta de abordar el tema que tengo entre manos. Para mí ese es el problema real y el desafío de la literatura». Al respecto, Nadine Gordimer termina con una cita de Kafka: «Un libro ha de ser un hacha para clavarla en el mar congelado que hay dentro de nosotros».