Michel Houellebecq


En el 2010, Susana Hunnewell, periodista en The Paris Review, le pregunta al escritor francés Michel Houellebecq qué quiso conseguir con la novela «Las partículas elementales». Houellebecq responde que lo que quiso especialmente fue que hubiera escenas desgarradoras.
La periodista le pregunta por qué.
«Porque es lo que más me gusta de la literatura», responde el escritor, a quien imagino con el cigarro en la comisura del labio, mirando de reojo a su interlocutora, como un psicótico displicente. «Por ejemplo, las últimas páginas de "Los hermanos Karamázov" : no sólo no puedo leerlas sin llorar, sino que ni siquiera puedo pensar en ellas sin hacerlo. Eso es lo que más admiro de la literatura, esa capacidad de hacerte llorar».

Acusado de misógino, de facha, de agitador político y hasta de profeta distópico, Houellebecq se defiende ante Susana Hunnewell: «Creo que sobre todo expongo mis dudas».

Sus historias inciden en el fracaso sexual y en el amor, en su posibilidad o su extinción. El escritor francés no planifica nada, no sabe nunca a dónde va su historia. Empezó a escribir de niño y recuerda que escribía más de sus sueños que de la realidad.

«Me despierto por la noche», dice, «en torno a la una de la madrugada, escribo medio despierto, en un estado seminconsciente, y a medida que bebo café me vuelvo más consciente. Y escribo hasta que me canso».

La belleza poética del final de su novela «La posibilidad de una isla» la achaca a otra contraindicación: «para escribirla dejé de escribir».
«En principio, no debes parar cuando estás escribiendo una novela, se supone que si paras para hacer otra cosa es una catástrofe», Houellebecq chupa su cigarro, luego mira de esa forma vaga en que mira, «pero en este caso me detuve para no hacer nada, solo para dejar que el deseo creciera».