Mi fracaso literario


Veo mis libros descatalogados y el escaso éxito de mis publicaciones en las redes y me pregunto: ¿en qué momento se gestó mi fracaso literario?, ¿cuál fue el hecho que me dejó a la vera de la carrera literaria que tanto prometía?, ¿dónde se truncó el vaticinio de los que decían “acá hay madera”? Me respondo una y otra vez, ya sin asomo de dudas: Fue el pedo.
    La historia es la siguiente.
    A mediados de 2003 ingresé a la escuela de Filosofía de San Marcos, pero el ciclo académico empezaba en abril del 2004, por ello, logrado el ingreso y con un trabajo a medio tiempo por las tardes, decidí potenciar mi experiencia literaria en los meses que me quedaban. Por las mañanas, entonces, me dedicaba a escribir relatos, poemas y un proyecto de novela que jamás se materializó.
    Tenía diecisiete años.
    Mi padrino me animó a presentarme a la revista Caretas, cuyo director era su íntimo amigo, para escribir como practicante. Arma un portafolio y se lo mandamos, me dijo. Como si fuera poco, en la escuela donde trabajaba, los artistas me motivaban a publicar poemitas trágicos en el periódico mural y, como si todo formara parte de mi destino de escritor, mi abuela me propuso llevar un taller de escritura en el Centro Cultural de La Católica, un taller exclusivo que llevaría a cabo un afamado escritor mexicano durante una semana y que ella, como premio por mi ingreso a la universidad, me quería regalar.
    Así fue como decidí, con esa petulancia de los adolescentes, que llevaría el taller, me consagraría frente al escritor mexicano y luego, con lo aprendido, armaría el portafolio para presentarme en Caretas y de la mano del mítico Enrique Zileri me haría un grande de las letras nacionales.
    Conseguí negociar un cambio de turno y durante la semana del taller fui a trabajar por la mañana, de modo que la tarde la dedicaba a hacer los ejercicios, a leer los relatos que el profesor sugería, a ir a las clases y a soñar con mi consagración, por supuesto. Fue una experiencia maravillosa, la primera vez que sentía que hacía algo que realmente me gustaba: la escritura se convirtió un mecanismo de ensoñación.
    El último día del taller, el profesor pidió que escribiéramos un relato entre todos, como un cadáver exquisito. Mi pluma se convirtió en una llama de fuego y escribí una metáfora barroca sobre la mirada de las palomas que entonces me pareció un frenesí materializado. Entregamos nuestros pequeños fragmentos y el profesor los leyó aleatoriamente, eligiendo papeles al azar. El relato que iba construyendo, surrealista, tenía sentido, la magia de la literatura había puesto sus manos sobre nuestras cabezas y juntos, completamente a ciegas, habíamos conseguido dar forma a una historia común.    Llegó el turno de que leyera mi fragmento, el azar había mandado que el mío fuera el último de la historia, el cierre, y, al leerlo, levantó la mirada ante la ovación de la gente, buscando al autor. Qué belleza, dijo la chica que tenía al lado y me metió el codo en las costillas, ese es el tuyo, ¿no?
    Sí, le dije, tímido, bullendo de gloria.
    Es suyo, dijo ella en voz alta, él es el artista. Ya entonces, sin embargo, mis emociones tenían comunicación directa con mi estómago, y la aparente consagración de mi talento me infló como un globo de helio. El profesor utilizó mi fragmento para explicar qué era una imagen literaria, una comparación y una metáfora, yo seguía inflándome al punto de que la frente se me puso fría y las orejas calientes. Se me clavaban agujas en la panza. Debo ir al baño, balbucee. Ahora termina, me dijo la chica, que por lo visto me había cogido cariño y quería formar parte del inicio de mi exitosa carrera literaria.
    El profesor me felicitó frente a todos y quiso terminar el taller con la lectura de un poema que yo le había entregado la tarde anterior. El sudor frío me humedeció la raíz del cabello. Luego leyó un poema de Borges que hablaba del fuego y que mi poemita le había recordado, pero apenas lo oí, tenso entre el orgullo y el gas que iba creciendo dentro de mí.
    Ahora vámonos a la Noche a tomar algo, propuso el profesor, que allí he descubierto que se hacen escritores los limeños.
    Entonces se levantó la sesión y la gente se puso de pie. Yo hice lo mismo, con la firme convicción, de ir al baño y desinflarme, pero la carpeta me apretó la barriga y me tiré un pedo horrible, largo, monstruoso, de un ruido hiriente y pesado, tan distinto al melodioso arrullo de las palomas de mi fragmento, tan lleno de agravios, un ruido líquido, espantoso, acompañado de un olor putrefacto, indelicado, un olor a ollas sucias olvidadas en el lavadero.
    La cara de la chica, su desconcierto, representó muy bien la de las personas que estaban en ese aula. Creo que se ha cagado, le oí cuchichear a un envidioso participante, cuyo texto, ahora puedo decirlo, equivalía a mi gas innoble. Qué horror, dijo una señora puritana y el silencio de los demás fue dolorosamente elocuente.
    El único que me quiso retener fue el profesor, naturalizando el exabrupto, preguntando que dónde estaba el sapo, pero yo ya estaba cruzando la clase con el objetivo de desaparecer. Corrí, hui de aquella oportunidad perdida, no paré hasta que estuve lejos, allí donde nadie pudiera encontrarme. Lloré como el crío que era, maldiciendo la caigua rellena del almuerzo y la gaseosa que me tomé antes de entrar a clases.
    Pasados los años, visto lo visto, ese pedo marcó un antes y un después en mi prometedora carrera literaria, pero ahora que doy una que otra clase de escritura a jóvenes que como yo creen haber descubierto un don único en su prosa, entiendo el gesto del profesor mexicano, que quiso retenerme, quitarle importancia al pedo suicida, mostrarme algo que yo no permití que me mostrara.
    La escritura, le imagino decirme con su voz nasal, es como dice tu compatriota Julio Ramón, carnal, es tentar el fracaso.
    Ese pedo no era, pues, una condena sino una señal que yo no supe ver. No debí huir sino asumirla, asumir que las buenas metáforas sobre la mirada de las palomas se escriben con las entrañas, que la escritura no está lejos de la enfermedad, de los defectos, del hedor y las moscas, y de las manos sucias y de las uñas rotas y de los pedos horribles, de que no hay escritura donde no hay un ser humano imperfecto y atroz que se ha quedado sin papel en un baño público.
    No fui a la Noche a convertirme en el escritor limeño que pensé estaba destinado a ser, ni llevé el portafolio a Caretas, al contrario, me alejé de ese sueño, tapé la cicatriz y la vida siguió su curso.
    Debí haberme quedado, pienso ahora, debí haber aceptado el mal olor, el ridículo de ese pedo disparatado, convertirlo en comedia; debí darme cuenta de que no estaba fracasando como escritor sino que ser escritor era en sí mismo un fracaso encantador e implacable; debí pensar, como he pensado luego ante tantas circunstancias en mi devenir torcido, que estaba protagonizando un cuento que algún día, habiendo aprendido las iniquidades de la vida, escribiría para ustedes.︎