Que el fuego hable | Taller Intensivo de Narrativa 2025

Lume

Lucía López


 

Justo antes de saltar la hoguera sentí un calor reconocible del que nunca había podido escapar. Mis pensamientos se mezclaron con el olor a humo y a salitre. Mi respiración agitada se fundía con el ruido de la madera crujiendo y las olas que rompían en la orilla. Era la mítica noche de San Juan, yo no solía salir, pero me había dejado convencer por mi amiga Sabela, la única que me quedaba de las pocas que había tenido.
        –¿Qué vas a pedir, Antía? –Sabela estiró el brazo dándome un papel y un bolígrafo.  
        –Si te lo cuento, no se cumple –imposté. El ritual de escribir mis deseos y echarlos al fuego antes de saltar exigía una honestidad que me destruía por dentro.


Mi padre murió cuando yo tenía ocho años. Recuerdo que, aquel día al volver del colegio, abrí la puerta de abajo y escuché a mi madre gritando en el piso de arriba. Subí las escaleras de dos en dos y la vi tirada en el suelo, golpeando las baldosas con el puño. No era la primera vez que la veía fuera de sí, tampoco sería la última.
        –Soy una desgraciada, ¿qué voy a hacer ahora sola? –se repetía una y otra vez ajena a mi mirada.


Desde entonces dormía con ella. Cada noche ocupaba el lado izquierdo, donde antes se acostaba mi padre, me giraba hacia la ventana y aguantaba una sensación sofocante que ardía en mi estómago. Si mi madre me rozaba o la escuchaba llorar en mitad de la noche, apretaba bien la mandíbula, cerraba los puños, pensaba en mi postre favorito y el incendio se apagaba. Mi antigua habitación, ahora desolada, era el reflejo de mi niñez. Todo estaba como siempre. En realidad, toda la casa permanecía intacta, excepto las fotos de mi padre que ahora asediaban las paredes.


–Señora, le queda la máxima pensión y una generosa indemnización para mantenerse a usted y a su hija –confirmó con rotundidad el gestor.
        Algo muy pesado cayó sobre mi cabeza. Fue un auténtico fracaso que mi madre quedase bien posicionada económicamente. No tendría que movilizarse en conseguir un trabajo y podría dedicar todos sus esfuerzos en no abandonar los buenos modales de una vida de tragedia.


Nunca lloré. Ni una sola vez. Mi sensación de pérdida fue aniquilada por el luto de mi madre. Mi padre no había estado tan presente en vida como una vez muerto. El dolor de mi madre lo invadió todo, incluida la identidad de ambas, que pasamos a ser la huérfana y la viuda de Antonio.


–Por favor, Manuela, es una mártir. Han pasado más de cinco años, ¿no puede superarlo? Nuestra sobrina no tendría regalos de Navidad si no fuese porque nosotras se los compramos. Tiene que dejarla salir más, ya no es una niña, necesita salir y tener amigas. Solo tenemos una vida, Manuela –escuché decir desde la puerta a la hermana pequeña de mi madre.
     –Es nuestra hermana y nos necesita. No nos cuesta nada hacernos cargo de algunas cosas. Se le ha muerto el marido, por Dios. ¿Qué quieres, verla cómo la prima Maruja que al año ya estaba yendo al baile? –rebatió mi tía Manuela, que no dudó en añadir su coletilla: –¡Qué vergüenza!


En el manual de la buena viuda, que mi madre seguía a la perfección, una tenía que morir en vida, seguir sacrificando su deseo por el muerto. Aquellas navidades fui consciente de que mi madre no solo estaba negándose un nuevo comienzo, sino que, en aquel protocolo infame, custodiado por una parte de nuestra familia, a mí me había dejado el lugar de aprendiz, que observa e imita la tristeza.


Cuando terminé el instituto, mi madre no se levantó de la cama en una semana. Ni siquiera el día que cumplí dieciocho años se rindió a interrumpir su lamento.
        –Lo que se pierde mi Antonio por haberse ido tan joven. Antía, tráeme el álbum de fotos y pon esas flores en agua que luego se las llevaremos al cementerio. –despojaba cualquier celebración de su sentido festivo.
        Comenzaba entonces la habitual revisión de fotos de Antonio en la mili, Antonio en la boda, Antonio en mi bautizo. Hasta que llegaba mi primera comunión, donde Antonio ya no estaba. Entonces, la angustia rigurosa se interponía al ritual y el llanto interpelaba todo lo que hubiese alrededor. 


Mi carácter se fue afilando, le hablaba cada vez con más violencia. Su pesar me aplastaba. Su omnipresencia iba alimentando mi rabia. No había aire entre las dos. Yo permanecía muy pegada hasta que no podía respirar y el fuego me quemaba, a la vez que la disuadía, hasta que llegaba el enfriamiento. Todo quedaba en cenizas. Todo parecía muerto alrededor de mi madre. Yo también. Estaba atrapada en un duelo que ni siquiera era mío. Yo deseaba con todas mis fuerzas que mi padre volviese, no porque lo echase de menos, sino para que mi madre se despegase de mí y se pegase a él. Necesitaba una vida propia, pero me oponía a desbancarme del podio de buena hija que había estado liderando durante años. A veces me preguntaba a mí misma quién sería yo cuando ella no estuviese. Si todos estos años de aprendiz servirían para superar a la maestra. Pero ni siquiera lograría convertirme en ella. Cargar con todo este luto que no me correspondía me había dejado sola y aislada, sin nadie a quien pegarme como una lapa y enseñarle todas mis dotes histriónicas sobre cómo no superar una pérdida.


Lo que sucedió aquella noche no fue por honestidad, sino por desesperación. Dos fuerzas contrarias me arrebataban la posibilidad de movimiento. Algo me empujaba hacia el fuego, deseaba saltar al otro lado de la fogata, dejarme atravesar por él y permitir que se extinguiese sin necesidad de fusionarme con mi madre para siempre. A su vez, un instinto de fuga me impulsaba a salir corriendo en sentido contrario a la hoguera, a dejar que mis deseos se quemasen y volver a la penitencia de mi hogar, del que nunca debí salir.
        –¡Lumeeeee! –grité con todas mis fuerzas mientras trataba de impedir que mis deseos se convirtiesen en cenizas. Creyéndome agua en aquel incendio, encontrando mi poder en toda aquella rabia contenida. Intentando transformar el fuego inagotable en un puente entre la vida de mi madre y la mía.



Lo escrito


Estoy de acuerdo con lo que decía Carmen Martín Gaite sobre la escritura: es un sucedáneo de la conversación. De modo que todo lo que no puedo decir cuando converso es lo que escribo.

Aquí está mi obra publicada y no publicada: reseñas, lecturas, relatos y también un espacio que se irá llenando de los textos de otros. Una larga conversación entre voces escritas. 





El autor


Enrique Carro

Lima, 1985


Después de estudiar Filosofía en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, en 2010 se mudó a Barcelona y trabajó durante diez años como camarero de bares y restaurantes. Autopublicó su primera novela, ¿Dónde estás? (Universo de Letras, 2018). 

En 2019, empezó sus estudios en l’Escola d’escriptura de l’Ateneu Barcelonés. Al terminar, dejó la hostelería para consolidarse como profesor de escritura en distintos centros cívicos y ateneos. 
También enseña lectoescritura e informática y cómo usar un smartphone sin morir en el intento para jubilados.

En 2022, publicó su primer libro de relatos, Cabalgar un unicornio azul en la playa (Talón de Aquiles). 

Desde febrero de 2023, comparte sus lecturas literarias en el canal de YouTube: Enrique Carro | Lector.





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