Los miserables


Empecé a leer Los Miserables de Víctor Hugo hace casi seis meses. He leído otros cuantos libros en el camino. He tenido períodos obsesivos en los que he leído sin parar durante horas y días, perdiendo la noción del tiempo. He tenido períodos en los que he leído una página por semana, sobre todo en verano, que es la estación que más me aleja de la literatura. Y ahora he llegado al penoso punto en el que leo los Miserables solo cuando voy al baño. A cualquiera le parecerá que con ello quiero decir que no leo los Miserables casi nunca. No es cierto. Resulta más bien todo lo contrario. Hace dos semanas, pesaroso, puse la novela en el baño y decidí leerla en mis largas jornadas de deposición. Creí que se trataba de la aceptación de una derrota. Lo cierto es que empecé a ir al baño dos veces al día, tres veces, cuatro. Seis veces. He llegado ya a un promedio de catorce veces. Mientras trabajo solo pienso en el momento en el que llegue a casa y me siente en el váter a leer Los Miserables. Mi vocación literaria se ha trasladado a mis intestinos. He bajado tres kilos y el gasto en papel higiénico, toallitas de bebé y maicena se han incrementado de manera preocupante. A veces, arrastrándome al baño en la última hora de la noche pienso que, si no termino esta novela, la novela terminará conmigo. Y soy feliz pensándolo, porque sin quererlo, he dejado que la literatura, mi más preciada pasión de lejos, me ponga otra vez contra las cuerdas.