Los detectives salvajes



Leí «Los detectives salvajes» de Roberto Bolaño hace quince años.
        Era esta mítica edición de Compactos de Anagrama en color rojo con la ilustración de Vettriano.
        Leí la novela muy rápido, sobre todo la primera parte «Mexicanos perdidos en México». Conozco gente que la abandonó en la segunda, cuyo título es «Los detectives salvajes», la más extensa y críptica, donde las narraciones se sitúan en el futuro de la historia y en diversos países.
        Sin embargo, yo seguí leyendo y disfrutando. Había algo en el espectro de Lima y Belano que me intrigaba. Y quería saber si iban a encontrar (si habían encontrado) a Cesárea Tinajero al final de la novela en «Los desiertos de Sonora», el último y épico acto.
        La fuerza de la narrativa echaba chispas por momentos y me parecía estar ante algo grande, distinto a todo.
        Terminé el libro con una sensación brutal de entusiasmo, excitación, ganas de sentir el viento en la cara, de viajar a dedo, de escribir, de leer, creo que hasta caminaba distinto, como cuando sales del cine después de una buena película. Y al mismo tiempo recuerdo que sentía una tristeza rara, un cansancio, la otra parte de la juventud también ardía, llena de nubarrones y tardes despintadas.
        Me sentía vivo.

        «(…) voy yo caminando por el bosque y me encuentro a quinientos mil gallegos que van caminando y llorando. Y entonces yo me detengo (gigante gentil, gigante curioso por última vez) y les pregunto por qué lloran. Y uno de los gallegos se detiene y me dice: porque estamos solos y nos hemos perdido».