La primera fiesta de mi vida


A mi tío Hector

Todos han contado siempre esta historia desde el punto de vista de la víctima Cantavellas. Normal, no digo que no, es lo más lógico.
Brevemente, desde esa perspectiva, está Cantavellas, amigo del colegio de mis hermanos Aturo y Francisco, el lorna de la clase, el que lleva gafotas y el pantalón subido hasta el ombligo, la columna arqueada para adelante sacando una panza que no tiene, un testículo marcándose debajo de la cremallera de lo arriba que lleva el pantalón y lo arqueado que anda, con las medias blancas y los zapatos de ser al que más le pegan en el colegio, con el moco siempre apunto de hacer burbuja si se ríe, con las encías inflamadas y los dientazos cochinos, un destino bastante precario, el pobre Cantavellas. Está él y está la gran fiesta que han organizado mis hermanos, con litros de alcohol, en el jardín y con la piscina iluminada, mozos, toda la huevada; una fiesta con cintas, porque entonces se le llama cintas a la música del DJ, y luces psicodélicas, y estoy yo, encerrado en el baño.
El punto es que la fiesta estaba en sus prolegómenos, como le gustaba decir a tu abuelo, y yo estaba en el baño engominándome la cabellera y arrancándome los cuatro pelos resorte que tenía en la cara, y pasó lo que convierte esta historia en la historia de la víctima Cantavellas y pasó lo que todo el mundo sabe y cuenta de esa historia, cada vez que se discute la suerte infame de Nabo Encurtido, como le decía el chofer Eugenio, más conocido como Salvavidas de charco.  
El caso es que Cantavellas hace su llegada a la fiesta, la primera fiesta de su vida, a pesar de que ya tiene más de quince años. Lleva una camisa celeste, una corbata michi, unas gafas de pasta, el cabello peinado para atrás y una damajuana de cinco litros de pisco en la mano, y el del Destino Precario, o la Vieja Gritona, como lo llamaba tu abuelo, va y se saca la mierda en la puerta de la casa, con la mala suerte de que se rompe la damajuana y los cristales lo llenan de cortes.
La historia es triste, claro, no voy a negarlo, además sabiendo la vida de Edipo Rey que ha llevado el pobre Cantavellas, hasta cierto punto merece ser el protagonista trágico de la trama. Dicen además que esa noche se le iba a declarar a Nancy, a la que le decían Pan Francés, imagínate. Con todo, Nancy merecía algo mejor que Cantavellas, pero la fiesta ya valía la pena porque el Nabo Encurtido le iba a pedir que fuera a la fiesta de promo con él y fuera sí o no la respuesta, daba lo mismo, ese momento sería epifánico. El fracaso de Cantavellas fue colosal y eso la califica como historia, pero a mí, sobrino, qué quieres que te diga, yo me quedo con la historia oculta de esa noche, de la que nadie habla, porque nadie la conoce, pero ahora que venga el mesero y nos tome nota, yo voy a contártela.

*

Esa fiesta la organizó tu tío Arturo, porque había entrado a la escuela de Arte de la Católica. Arturo siempre traía gente de lo más estrafalaria y a mí me encantaba. Me la pasaba mostro viéndolos emborracharse de verborrea y de lo que hubiera en el mueble bar de tu abuelo. Tu abuelo a veces llegaba de la clínica y se sentaba con ellos, se servía un vaso y se ponía a escuchar y a reírse con las historias de esa tira de excéntricos. A veces en plena cháchara sonaba el teléfono de la casa y era para mi papá, la llamada siempre era para él. Tenía que volver a la clínica, así que dejaba la copa, se despedía de lo más cortés y me hacía un gesto con la cabeza. Vamos, Octavio. Yo siempre lo acompañaba cuando lo llamaban de emergencia. Así que cada vez que el teléfono sonaba, a mí me latía el corazón porque sabía que iríamos a la clínica y estaría horas o minutos sentado en el pasillo, simulando que mis dedos eran un muñeco, haciéndolos saltar de una silla a otra, mientras esperaba que tu abuelo viniera y me contara con lujo de detalles todo lo que había tenido que hacer en esa sala de la que a veces se escapaban gritos, sollozos o terribles silencios. Dos veces volvimos en el carro sin decir palabra, porque cuando el paciente en cuestión se moría, mi papá no me contaba ninguna historia.
El caso es que Arturo armó la fiesta, pero tu tío Francisco, que era el Sherif de toda Rinconada, se ofreció para ayudarlo con la organización del evento, de modo que la fiesta de los cuatro marcianos se convirtió en la fiesta más esperada de la temporada, iban a venir de San Isidro y de Miraflores, incluso vendrían las princesitas de la Planicie.
Hay que decir también que se acercaba el verano y allí en la Molina hacía calor y las noches eran frescas, perfectas para buscar abrigo en la pareja de baile cuando sonaba Dust in de Wind y los eucaliptos se sacudían el polvo. Así que todo era propicio para el despiporre y la lujuria. Encima, el tonto del cole, Cantavellas, había aceptado la invitación ¡Un milagro! Eso fue gracias a que su madre timbeaba con tu abuela y tu abuela la llamó un día y le dijo que si no soltaba un poco la cuerda, su hijo se iba a volver invertido. Cantavellas y el morbo de su romance imposible con Nancy, la niña de los ricitos de oro, a la que había conocido en el Regatas, según las murmuraciones, le iban a poner la cereza a la fiesta.
Claro que a mí eso era lo que menos me importaba.
Yo tenía mis motivos y su nombre era Rafaela. Qué alto eres, me había dicho, lo único que me había dicho y yo, que buscaba los motivos de la vida trepando los paltos del parque, de pronto me di cuenta de que el motivo de la vida estaba en la voz seseante de Rafaela. Ella era una amiga de Arturo, un ángel, una criatura olímpica, que me llevaba casi diez años. Qué alto eres, me dijo y me metió el bicho.
Eso debió ser tres días antes de la fiesta, esas palabras. Ni siquiera me acuerdo de su cara, solo del halo divino, quemante, de eso me acuerdo perfectamente. Esas noches previas al jolgorio me las pasé escapándome por la ventana, yendo al parque y rezándole a los paltos para que me dejaran soñar con ella. Un día antes, yo estaba jugando con una pelota hecha de medias en la pista, al frente de casa, y apareció una camioneta. Se estacionó justo en frente de la casa. Era Rafaela y su papá, que venían a dejar unas sillas de plástico para la fiesta. ¿Vas a bailar conmigo mañana?, me preguntó, sonriente, Rafaela. Yo había pateado la pelota a propósito para pasar a su lado antes de que se fuera, ella la cogió y, antes de dármela, me preguntó eso. ¿Bailaremos?, insistió. La verdad, sobrino, el primer amor no es alguien, es inexacta esa pregunta de quién fue tu primer amor. El primer amor es una idea, un destino, y ese baile, del que me separaban horas arenosas, horas que duraban días, fue mi primer amor.
Arturo, solo porque le insistí como nunca, me prestó una camisa amarilla y me ayudó a remangarme. Falta mucho para la fiesta, me dijo, porque yo desde las cinco de la tarde ya estaba bien vestido, con la camisa dentro del pantalón y el pelo mojado y repeinado. Esas últimas horas duraron todos los meses del año, el sol no quería esconderse. Ándate, le decía yo, desde el centro del parque, haciéndole el gesto con una vaina, ándate ya.
Por fin llegó la bendita noche y empezó a sonar la música. Primero llegaron los marcianos y se fueron al fondo del jardín, por donde estaba la piscina, y allí se pusieron a fumar como si nadie se diera cuenta. Yo iba al jardín y me asomaba a la puerta. Sentía picor y calor en las orejas. Había estado bailando con música imaginaria en mi cuarto toda la mañana, bailando con Rafaela, cogiendo su mano tibia, dándole una vuelta y otra, Rafaela.
Rafaela no llegaba y tu tío Francisco me pidió que lo acompañara a comprar hielo. No puedo, le dije, pero no sirvió de nada. En ese mundo yo solo mandaba encima de los paltos del parque. Mientras esperábamos que el guachimán nos abriera la tranquera, me pareció que por la otra vía pasaba la camioneta del papá de Rafaela y el corazón se me puso en la boca y me quemó la lengua. Rápido, le grité al guachimán y me gané un lapo de tu tío. Habla bien, carajo, me dijo, respeta. Se me llenaron los ojos de lágrimas y sentí odio, ganas de irme al parque y enterrarme en el abono que esa mañana el jardinero municipal les había echado a los crotos.
Fuimos por el hielo absurdo y Francisco estuvo resolviendo unos asuntos con el loco de Molicentro, traperías del extravío llamaba Arturo a esos trámites secretos, que ahora que era artista, hablaba como si se creyera Góngora. Los odiaba a todos en ese tiempo infame en el que no volvíamos y Francisco parecía tardarse a propósito, porque se giraba de vez en cuando y me sonreía, como si disfrutara viéndome sufrir. Además se me había secado el pelo y un mechón me caía en la cara, por más que lo intentaba poner hacia atrás con un poco de baba.
Por eso cuando llegamos a casa, corrí al baño. No quise ni siquiera ver a Rafaela. Dejé las bolsas de hielo en la cocina y al baño. Recuerdo que me encerré y respiré hondo, e intentaba calmarme mientras me pasaba el peine por la cabeza, cuando oí que algo se rompía a lo lejos, luego gritos y el desgarrador aullido del pobre Cantavellas. Salí corriendo, pero me quedé detrás del corro que se acumuló detrás de la puerta, oyendo el laberinto y el aullido insoportable de la Vieja Gritona, mezcla de llanto, dolor y tristeza. Era verdad que cuando Cantavellas se reía parecía una vieja gritona, pero cuando lloraba volvía a ser un niño indefenso. Cuando se fue controlando el asunto, vi también la sangre y los cristales rotos sobre el suelo de piedra de la entrada, como si allí se hubieran matado dos borrachos. Finalmente lo vi a Cantavellas que parecía un Cristo, todo ensangrentado, por primera vez arqueado a la inversa, la viva imagen de la batalla perdida con estrépito.
Octavio, oí de pronto que me llamaban, Octavio. Era tu abuelo. Vamos, me dijo, cuando me acerqué, ponte atrás con ese pobre infeliz, lo vamos a llevar a la clínica. Pero. Vamos, me dijo, porque en ese mundo solo los árboles y la tierra me escuchaban.
Antes de partir, busqué los ojos de Rafaela entre la gente que se acumuló en la puerta de casa frente al charco de sangre, viendo cómo nos íbamos, pero no la encontré.
En el pasillo del hospital lloré de ira, juré que mataría al Nabo Encurtido, que buscaría a Rafaela allá donde hiciera falta y le explicaría todo. Fabulas de niño. Arturo se fue a vivir a Miraflores ese verano y por la casa asomaba la cabeza algún domingo, solo, con ojeras de artista, pero sin Rafaela.
En total le pusieron veintiséis puntos de sutura a la víctima Cantavellas, todos hablan de eso cuando discuten su devenir adverso, pero nadie habla de esa herida que yo tuve que curar aquel verano, sorbiendo la miel de las pasifloras y hablándole a las hojas gordas de los paltos.


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