Katherine Mansfield


En enero de 1916, la escritora neozelandesa Katherine Mansfield se pregunta en su diario: «¿soy menos escritora de lo que solía ser? ¿es mi necesidad de escribir menos urgente?» Luego se pregunta también si el lenguaje es el camino. Si relatar es el camino. Confiesa el miedo que casi le convence de que se ha quedado vacía. Se dice: «estás ahora tan llena de ti misma, del placer de estar viva (…) que se te ha consumido lo otro».
        Escribir es para ella una lucha constante contra su propio desanimo: «me siento incapaz de todo»; «tengo un gran deseo de escribir y no me vienen las palabras»; «la vida resulta odiosa». Siempre choca con una pared de contención y son pocos los días en que escribe con fluidez.
        Sin embargo, a principios de 1916, probablemente la muerte de su hermano en el frente, apenas meses atrás, parece empujarla: «mi deseo de escribir nunca ha sido tan ardiente».
        La escritora tiene veintiocho años y siente que no es el deseo el que ha cambiado, sino la forma de materializarlo.
        Ya no quiere seguir escribiendo sobre la gente que escribe. La considera real, pero se pregunta: «¿por qué debería yo escribir sobre ellos?». Mansfield advierte que los hilos que la unían a esa gente «se han cortado completamente».
        Desde Europa, ella quiere escribir sobre Nueva Zelanda. Es una vieja deuda de gloria, así dice, pero también una deuda de amor. Quiere recorrer «todos los lugares de la memoria» y renovarlos en la escritura. Quiere, por lo visto, viajar al fondo de sí misma en compañía: «no escribo sola».
        «Las personas que allí quisimos», le escribe imaginariamente a su hermano muerto, «sobre ellas deseo escribir». Lo contaré todo, le dice, «incluso cómo rechinaba la cesta de la ropa en el 75».
        Mansfield parece encontrar su mantra en esa nostalgia iridiscente: «Nada de novelas, ni relatos de problemas, nada que no sea simple, abierto».