James Joyce


Hay tres condiciones, según James Joyce, para que se produzca la belleza: «integridad, armonía y resplandor».
        En primer lugar, la mente, ante un objeto determinado, divide el mundo en dos: el espacio que ocupa el objeto y el espacio en el que no está, el vacío exterior. Es decir, lo primero que hacemos ante algo bello es diferenciarlo del resto, dándole integridad. Un árbol agitado por el viento es, de pronto, lo único que vemos, todo el resto se convierte en un vacío, algo desenfocado, indiferente a nuestra mirada.
        Una vez que hemos separado el objeto del fondo, nuestra mente lo analiza. Como un todo, nos dice Joyce, pero también como un conjunto de partes. Así vemos el árbol azotado por el viento, pero vemos también las ramas, las hojas bailando delicadamente, el silbido del viento que atraviesa la pompa y el crujido de cada elemento de esa pompa… la forma del árbol se asocia con otras formas y comparamos. Así reconocemos su armonía. El objeto, en este caso el árbol, se convierte ante nuestros ojos en «una entidad netamente constituida», íntegra y compleja.
        La frase de santo Tomás, citada por Joyce, cobra sentido justamente cuando el objeto alcanza su resplandor: Claritas es quidditas (El brillo es definible). «Su esencia se nos revela de pronto, más allá de su apariencia».
        ¿Qué ocurre entonces? Dice Joyce: «el resplandor de esa imagen sobreviene la parálisis muda y luminosa del goce estético, un estado espiritual muy semejante al estado cardíaco que el fisiólogo italiano Luigi Galvani (…) llama el encantamiento del corazón».
        El escritor debe estar atento a estas súbitas manifestaciones espirituales que surgen de los discursos y gestos vulgares, como de los pensamientos clarividentes, memorables. La belleza se encuentra allí donde, al contacto con el objeto, el escritor queda inmovilizado. La belleza transforma al escritor, esa transformación es la esencia de su conflicto.