Isak Dinesen


Para Isak Dinesen un cuento era una historia que se podía contar. Es decir, reproducir, transmitir oralmente. La novela, en ese sentido, era incontable, intransferible; solo podía entenderse al leerla. Uno puede contar la Caperucita, por poner un ejemplo, pero no Guerra y Paz.
        Un cuento ha de poder comunicarse, ha de poder convertirse en un relato popular, en algo narrable.
        En su prólogo a “Últimos cuentos” (Debate, Madrid: 1990), Javier Marías adjudica la “decadencia” del estilo de Dinesen al valor anacrónico de sus relatos y no a lo que podría parecer más bien anticuado, nostálgico, clásico.
        El hecho de ir en contra de lo innovador fue su gran innovación: «No me entendáis mal, la literatura de que hablamos, la literatura del individuo, si así podemos llamarla, es un arte noble, un producto humano grande, honesto y ambicioso. Pero es un producto humano. El arte divino es la historia. En el principio era la historia».
        Isak Dinesen era, pues, cuentista. Marías recupera también esas sesiones en Nueva York, en las que la enigmática escritora no lee sus cuentos, sino que los cuenta en voz alta y sin guion.
        La novela, en cambio, no era lo suyo.
        Muy ilustrativo, al respecto, es la anécdota que cuenta sobre su primera y única novela: Vengadores angelicales. Por lo visto, Dinesen pasaba una temporada muy aburrida y solicitó a sus editores un adelanto para escribir una novela. Un adelanto y una taquígrafa para dictarle:
        «No tenía ni idea de cómo iba a ser la historia cuando la comencé. Iba añadiendo algo cada día, improvisando (…) Un día empecé a dictar: "Entonces el señor Fulano de Tal entró en la habitación", y la taquígrafa exclamó, "Ay, señora, no puede ser, murió ayer en el capítulo diecisiete"» (The Paris Review, 130).