Que el fuego hable | Taller Intensivo de Narrativa 2025

Fuego en los ojos

Gloria Collados



La vi llegar. Era lunes, llovía, y el ascensor, como casi siempre en BioZell, estaba fuera de servicio.
        Ella subió los quince pisos por la escalera, empapada, con una mochila a la espalda y el cabello pegado al rostro, como una idea que no quiere irse. Nadie la recibió en la entrada. Ni flores ni sonrisas. Solo un portero malhumorado que le señaló hacia arriba con la cabeza.
        Yo trabajaba en el Departamento de Comunicación Interna, un lugar poco importante para los grandes de la empresa, pero ideal para observar sin ser observado.
        Desde mi cubículo, entre plantas artificiales y reportes trimestrales, vi a Gabriela por primera vez. 
        Había algo en ella que no se podía definir con una sola palabra. No era belleza. No era simpatía. Era otra cosa, una especie de vibración en la sangre, como si llevara dentro una chispa que estaba a punto de encender algo.
        Caminaba como quien sabe que no se le espera, pero va igual; como quien ya ha estado sola muchas veces y ha aprendido a convertir la incomodidad en motor.
        —¿Eres nueva? —le pregunté cuando pasó junto a mí, mientras iba mirando los nombres en los escritorios.
        —Becaria de planificación y estudio de nuevos ensayos. Creo que este es mi piso.
        Su voz no era tímida ni audaz. Era clara. Sin adornos. Como si hablara solo lo necesario.
        —Sí, es aquí —contesté—. Te estaban esperando hace una hora.
        Bajé la voz al segundo tramo. Lo de esperar era un decir. El jefe de su área estaba aún en reunión y a nadie más parecía importarle su llegada.
        Ella se limitó a asentir. Sacó un pañuelo de la mochila y se secó el rostro sin apuros. Cogió una silla y se sentó. Esperó. Abrió un cuaderno, tomó nota de los nombres en las puertas, de los movimientos, de las caras. Observaba como alguien que no tiene prisa, pero no olvida nada.
        Fue en ese día, en esa tarde gris y desagradable, cuando comprendí que Gabriela no había venido a aprender. Había venido a quedarse.
        Cuando, semanas después, todo estalló, muchos fingieron sorpresa. Otros se alejaron, como si temieran marcharse. Pero yo lo supe desde el principio.
        Ella llevaba fuego en los ojos.

        A los pocos días, en la cafetería del piso 15, la vi sentada sola en una mesa. Un café de máquina en la mano y un libro de farmacocinética abierto. El móvil con una pantalla agrietada descansaba a su lado. Se reía sola. No a carcajadas, sino de esa forma muda de los que tienen el humor como refugio. Me acerqué.
        —¿Ya sobreviviste a tu primera semana?
        —Todavía no me mataron, así que supongo que sí —contestó sin mirarme.
        —¿Te gusta la empresa?
        —No vine a que me guste. Vine a aprender y luego… ya veré.
        Esa respuesta me golpeó más de lo esperado. Yo llevaba ocho años ahí, amontonando los días entre cuadros de Excel y aniversarios sin postal. Ella, en cambio, hablaba como si tuviera algo dentro que le prohibía la resignación.

        Todo empezó a notarse de verdad el día de la presentación de resultados para nuevos proyectos. Fue la única becaria que pidió participar. Nadie se lo esperaba. Entró con una carpeta bajo el brazo y en su rostro la determinación de una idea clara: su propuesta de optimización de los protocolos de seguimiento. Sonaba aburrido, pero lo que dijo… no lo fue.
        Habló de manera directa, citó proyectos recientes, comparó datos, corrigió errores del sistema, todo con una sonrisa elegante. No se disculpó por ser joven. No pidió permiso. Su voz era como una aguja de precisión. No buscaba agradar. Buscaba efectos.
        Fue entonces cuando lo vi.
        Él: Ricardo Villiers, el dueño de todo ese imperio.
        Sentado en el fondo de la sala, en silencio. No tomaba notas. No miraba al proyector. Solo a ella. No con deseo: con algo mucho más peligroso.
        ¡Admiración!
        Cuando Gabriela terminó, el salón aplaudió con esa tibieza educada de los jefes que no quieren admitir que acababan de ser sobrepasados por una becaria. Pero Ricardo no aplaudió.
        Solo la miraba.
        Gabriela se giró y sus ojos se encontraron por primera vez.
        Fue un segundo.
        Pero yo estuve ahí. Yo lo vi.

        A veces las historias no empiezan con un beso ni con una confesión. Empiezan con una pausa.
        Gabriela llegó con la lluvia, sin más armas que su inteligencia y un cuaderno.
        Pero había algo más. Yo lo supe. Lo percibí.
        La vi llegar, y traía fuego.

        Nadie espera que el dueño de un gran imperio millonario se presente a una reunión técnica de nivel medio. Pero aquel jueves, Villiers apareció sin avisar y con la barba ligeramente crecida, como si viniese de una noche sin dormir o de una ciudad lejana.
        Entró en el salón sin anunciarse, sin protocolo, y se sentó al fondo. Silencioso. Observando. 
        Recuerdo bien ese momento, porque Gabriela ya estaba ahí, sentada en la mesa principal, con su carpeta azul y su chaqueta de segunda mano. Era la única sin traje. La única sin jerarquía. Pero nadie hablaba con más claridad que ella. Gabriela se puso en pie y habló:
        —Los tiempos de respuesta y la metabolización varían un 7 % entre los grupos. Eso nos indica que el modelo estándar pueda no ser el más fiable.
        Los presentes asentían. Algunos con duda, otros con respeto. Yo miraba a Villiers.
        No escribía. No pestañeaba. La miraba. Y no era la forma en que un hombre mira a una mujer. Era la forma en que alguien que ya lo ha tenido todo ve, de pronto, algo que no puede poseer.
        Una bocanada de aire recorrió la sala. Los ejecutivos se removieron incómodos. Él mantuvo la mirada en Gabriela un segundo más. Luego asintió y salió de la sala. Nada más.
        Pero yo vi el momento exacto. Vi cómo algo se encendía entre ellos, aunque ni uno ni otro hiciese nada para avivarlo.

        Una semana más tarde, yo estaba saliendo del aseo ubicado en la quinta planta y, justo entonces, las puertas del ascensor en esa planta estaban abiertas, a punto de cerrarse. Por un instante tuve tiempo de verlos dentro: a los dos. Estaban solos. Villiers, con su aura de poder, la miraba; Gabriela, con rostro firme, le mantenía la mirada. La luz que indica en marcha parpadeó. El ascensor se detuvo por unos segundos. Un fallo como tantos. No sé qué se dijeron, si es que se dijeron algo.
        Pero cuando el ascensor volvió a subir y las puertas se abrieron en el piso 17, desde mi lugar observé que Gabriela salió primero y él, parado, la siguió con la mirada. Apenas un ángulo de su cuerpo me sugirió intención, como una ola contenida. Fue una oferta silenciosa, una voluntad encubierta. Gabriela giró el rostro, sin pretenderlo, un instante, como si al separarse notara aún su presencia. Villiers no la miró. Se detuvo justo al lado del ascensor, como si quisiera prolongar un segundo más ese encuentro, aunque solo fuera en su mente. Pensé que había cruzado una línea que no planeaba cruzar.
        Gabriela pasó por delante de mí. Los hombros erguidos. Cada paso que daba estaba medido, firme, como si el suelo bajo sus pies fuera un territorio conquistado. No aceleró ni redujo el paso. Cuando pasó por a mi lado, un brillo tenue, como el del pasillo, se percibía en sus ojos. Desde mi rincón vi su cabeza alta, sin altanería, sin rendirse. La curva de su cuello era un poema en movimiento, una declaración de voluntad. Y cuando la perdí de vista, dejó un silencio que pesaba.

        Los que observamos desde la sombra sabemos que el amor, cuando es verdadero, no necesita grandes gestos para anunciarse.
        A veces una mirada basta…
        Un ascensor detenido…
        Un silencio…
        Y todo lo que parecía imposible empieza a suceder.


Lo escrito


Estoy de acuerdo con lo que decía Carmen Martín Gaite sobre la escritura: es un sucedáneo de la conversación. De modo que todo lo que no puedo decir cuando converso es lo que escribo.

Aquí está mi obra publicada y no publicada: reseñas, lecturas, relatos y también un espacio que se irá llenando de los textos de otros. Una larga conversación entre voces escritas. 





El autor


Enrique Carro

Lima, 1985


Después de estudiar Filosofía en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, en 2010 se mudó a Barcelona y trabajó durante diez años como camarero de bares y restaurantes. Autopublicó su primera novela, ¿Dónde estás? (Universo de Letras, 2018). 

En 2019, empezó sus estudios en l’Escola d’escriptura de l’Ateneu Barcelonés. Al terminar, dejó la hostelería para consolidarse como profesor de escritura en distintos centros cívicos y ateneos. 
También enseña lectoescritura e informática y cómo usar un smartphone sin morir en el intento para jubilados.

En 2022, publicó su primer libro de relatos, Cabalgar un unicornio azul en la playa (Talón de Aquiles). 

Desde febrero de 2023, comparte sus lecturas literarias en el canal de YouTube: Enrique Carro | Lector.





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