Esperando a Madeleine Moore/3
Puertas
Puerta. Porta: del l. portare, portar, llevar. Antiguamente, cuando se fundaba una ciudad, se trazaba su recinto con el arado, y el encargado del plano llevaba, o portaba, aquel instrumento, levantándolo en el sitio donde debía estar la entrada o la puerta. Aratrum sustollat , dice Calón, el portam vocet.
De allí el llamar puerta, o porta, a la entrada de una casa, a la puerta de entrar en ella. Nótese, sin embargo, la sinonimia: porta, en latín, es propiamente la abertura hecha en la pared, una puerta grande, puerta cochera, puerta de ciudad; janua (de Janus, Juno) es la entrada de la casa, de una habitación, y tal vez una puerta interior; ostium es toda abertura, todaboca, por la cual se entra y se sale, un portillo, una puerta, pero que siempre da al exterior; y fores y valvas se llamaban las puertas de dos hojas, con la diferencia de que se decía fores en los edificios ordinarios, y valvas (ventallas) en los palacios, en los edificios suntuosos y sobre todo en los templos. Fores se encuentra algunas veces significando una puerta sencilla, pero valvas siempre significa una puerta de dos hojas.
En los poetas cómicos latinos se encuentra a menudo la expresión crepuerunt fores, crepuit ostium,como quien dice dieron el estallido, hicieron ruido, las puertas, la puerta, etc. Para entender bien esta frase conviene saber que entre los antiguos las puertas no se abrían hacia adentro, sino hacia afuera, y que, a fin de no lastimar a los transeúntes, el que las abría o iba a salir hacía un ruido, o las hacía crepitar, como para advertir o dar una señal a los que pasaban por la calle. Gracorum januce (dice Kuhokenius, a propósito de la expresión concrepuit á Glicerio ostium, que se lee en la ADRIANA de Terencio, IV, i, 58) non introrsúm trahendo, sed in viam publicam pellendo aperiebantur; itaque ne proetereuntes impulsu januas Laederentur, exiturus dabat signum crepitaculo quodam. [Las puertas de los griegos no se abrían tirando hacia adentro, sino empujándolas hacia la vía pública; por lo tanto, para que los transeúntes no resultaran heridos por el golpe de las puertas, quien iba a salir daba una señal con una especie de sonajero.]
D. y c.— Aportar, Comportar, Compuerta, Deportar, Exportar, Importancia. Importar, etc., Importuno, Oportunidad, etc. Porche, Portada, Portal, Portar (llevar o traer), Porte, Portería, Portero, Portezuela, Pórtico, Portillo, Portón, Puerto, Reportar, Suportar, Trasportar, Transporte, etc.
Diccionario
Etimológico de la Lengua Castellana (1856)
Pedro Felipe Monlau
Pedro Felipe Monlau
Πόρος. Paso, pasaje; estrecho [geográfico]; vado, puente, mar, río; camino, senda, calle; medio para conseguir un fin, recurso, expediente, remedio; adquisición, rentas, ingresos; caminos del mar, mar.
VOX
Diccionario manual Griego-Español (1967)
José M. Pabón de Urbina
José M. Pabón de Urbina

1.
Cuando la señorita S y yo empezamos a mudarnos a la casa que San Ignacio, como llamamos a nuestro arrendador y amigo, nos ofreció en alquiler, él tuvo que hacer una serie de reformas y reparaciones.
Sobre todo al final de esa etapa coincidimos con frecuencia y mientras él reparaba el váter, por ejemplo, la señorita S y yo medíamos las paredes de la habitación para pensar en la distribución de nuestros muebles. A veces, San Ignacio dejaba el váter y compartíamos una charla ligera en lo que pronto, cuando llegara la mesa, sería el salón. Lo que me gusta de esta casa, le dije en uno de esos encuentros, es que tiene puertas. San Ignacio se rio y me dijo que ya se lo había comentado. A mí me gustaba repetírselo, como si en esa idea, dicha en voz alta, hubiera algo verdadero. En el piso del Gótico ni el baño tenía puerta, mentí, solo por el placer de exagerar, y por algún motivo esa travesura me trajo a la mente dos habitaciones en las que la señorita S y yo nos habíamos hospedado en Cartagena de Indias hacía ya trece años, en las que realmente ni los baños tenían puertas. No, dijo San Ignacio, incrédulo, empezaba a pillarme la gracia, ¿en serio que el baño no tenía puerta? Qué incomodidad. Gracias a eso no hay secretos entre nosotros, añadió la señorita S.
Ahora los habrá, bromeó San Ignacio, poniendo los ojos como puertas de caballería.
2.
Meses antes, la primera vez que visitamos la casa que nos alquiló San Ignacio, cuando todavía estábamos indecisos en si cambiarnos o no, él nos explicó que la habitación había tenido puerta, pero que su padre, que fue el último en vivir ahí, la quitó porque tenía miedo a quedarse encerrado. Efectivamente, el viejo marco de la puerta ausente tenía algunas rozaduras de cuando se había abierto y cerrado. San Ignacio, alto, con el rostro bondadoso e inteligente de un suricato, pasó sus dedos por el marco y nos propuso: si quieren les puedo poner una puerta, pero será corredera. Oh, Ignacio, le agradeció la señorita S, eso nos encantaría. Él sonrió. Parecía sorprendido de esa ilusión en las palabras de la señorita S. A mí me parece que así da amplitud, restó importancia el santo, en todo caso, ¿para qué quieren una puerta? ¡Para cerrarla!, respondí sin pensarlo, queremos puertas para poder cerrarlas. La frase resultó inapelable. San Ignacio tomó medidas y dijo que en su casa tenía una madera que quedaría perfecta.
3.
Con el tiempo la señorita S y yo fuimos descubriendo que todas las puertas de la casa eran correderas y que en todos los marcos había indicios de que las puertas originales habían sido arrancadas. Los santos son un poco claustrofóbicos, le dije a la señorita S, mientras ella permanecía quieta mirando las bisagras huérfanas.
4.
Cuando llevábamos un mes y medio en la casa, invitamos a San Ignacio a tomar algo y pasamos la tarde charlando y riendo sobre anécdotas de mudanzas.
En algún momento él se fijó en la puerta de la entrada y las cejas, que parecen dibujadas con la yema de un dedo, se erizaron. San Ignacio es una persona muy sensible a los detalles: ¿qué ha pasado con el pomo?
La señorita S me miró, ambos dudamos. Bueno, dijo ella, tuvimos un incidente hace unos días.
Habíamos salido de fiesta una noche, poco después de mudarnos. Como es costumbre, la fiesta se alargó durante la madrugada y en algún momento, aburrido de la música Glitch, le propuse a la señorita S que nos fuéramos a casa, pero ella estaba disfrutando y quería quedarse. Así que le plantee que yo me iría yendo y ella ya vendría más tarde. Pero ¿cómo voy a abrir cuando llegue?, me cuestionó a los gritos, solo trajimos una llave. Estuve bailando un rato más, pero cuando el DJ empezó con el Drum and Bass decidí que había sido suficiente. Te espero una hora, si no vete a dormir donde la señorita K. La señorita S me aseguró que vendría en una hora exacta, pero ya es conocido que en pleno jolgorio las palabras no valen para nada.
Me fui en un taxi y al llegar a casa no pasé la llave, pero puse un pestillo insignificante que usamos para no pasarla cada vez que entramos y salimos. Creo que en este punto del relato es importante decir que la puerta de entrada de la casa es una puerta de seguridad que es imposible abrir si no se usa la llave, pero además hay que pasar la llave para que la puerta quede cerrada, de lo contrario, y nos había pasado a menudo antes de esa tarde en que le estábamos contando lo sucedido a San Ignacio, con un ligero toque o golpe de viento la puerta se abría.
Claro, le dijo la señorita S a San Ignacio, tardé más de una hora, creo que eran las nueve de la mañana cuando volví y este muchacho estaba dormidísimo.
Tan dormido estaba yo que no escuché las trecientas veces que tocó el timbre ni los golpes, gritos por la ventana, llamadas telefónicas…
Al menos no la cerró con llave, agregó la señorita S, pero no tuve más remedio que tirarla abajo de una patada. San Ignacio puso una cara entre el horror y la carcajada, y de inmediato se acercó a la puerta, jorobándose para analizar la situación. Pero si el pestillo está intacto, comentó. Porque compré otro, le respondí. Lo que pasó con el pomo es que, al abrir la puerta con tanta fuerza, le explicó la señorita S, se dio un golpe con la pared y se cayó. Lo barato sale caro, pensé yo, porque era cierto que San Ignacio había pegado esa bolita blanca con masilla Epoxi y no como Dios mandaba.
Esto lo arreglaremos poniendo una manija más grande, solo que habrá que hacer dos agujeros, porque este que hice no nos va a valer. Nosotros ya nos acostumbramos a tirar de la puerta haciendo pinza con los dedos, Ignacio, le insistí, porque vi que la frente se le perlaba de preocupación, no te preocupes, es una chorrada. No, no, lo haremos, se repetía con gran convicción, no se puede estar sin abrir las puertas, imagínense que pase algo.
La señorita S y yo nos miramos: a ver si iba a ser cierto lo de que el talón de Aquiles de los santos era el miedo a los sitios cerrados.
5.
Pasó mucho tiempo hasta que San Ignacio vino a instalar la nueva manija y en ese intermedio sucedió algo insólito: la señorita S y yo nos quedamos encerrados en casa, con la puerta bloqueada, tres días.
6.
Pero ¿qué cosas os pasan a vosotros? Sí que estáis entretenidos, dijo San Ignacio, tocándose el pecho con la palma de la mano, después de dejar la manija blanca, el taladro y la masilla Epoxi sobre la mesa.
La que narró la historia esta vez fue la señorita S.
7.
Yo estaba afónica, me quedé sin voz, y tenía cita en la estilista, había pedido cita para las seis de la tarde, pero me sentía mal, me dolía el cuello y tenía mocos… ya me había costado un huevo la mañana en la escuela, y estaba tan bien sentada en este sillón y me contestó esa chica, tan buena onda, pero la pobre no me escuchaba, no entendía lo que yo le decía con mi voz de cazalla. E me decía que no hablara, que les mandara un mensaje de texto, que no dijera nada y colgara, que estaba perturbando a la estilista con mi voz de muerte, que dejara de mandar audios, pero es que yo estaba tan aburrida, Ignacio, escuchando su tecleado interminable, que aunque colgué, me puse de pie con la firme intención de ir a la farmacia por uno de esos caramelos milagrosos. Ya voy yo, me lo prohibió E, tan bueno él, estaba muy pesado con que descansara, pero siempre se agradecen esos detalles. Yo sé que se me da fatal la enfermedad, no estoy acostumbrada. Él se da cuenta y me frena. Así que mi niño me dijo que iría a buscar los caramelos y que hiciera el favor de meterme en la cama de una buena vez. Mira cómo es la mente que me recordó enseguida una vez que fue a comprarme un tiramisú cuando me operaron de las várices: me siento muy querida cuando alguien piensa en mí, ¿a ti también te pasa, Ignacio?
Volví a echarme en la cama, con un libro y el móvil, para cuando despertara, porque una vez dentro de la cama me dieron unas ganas locas de dormir, y ya me estaba quedando dormida cuando oí que E decía algo sobre que la puerta no abría. ¿Qué pasa?, le dije, pero claro que no se oyó nada porque se me había acabado la voz. Y no sé por qué, pero la falta de voz es como que me desata el nudo y ya no puedo ni levantarme, soy como una medusa, se me cae la baba, pero bueno, E empezó a decir que la puerta no abría de ninguna manera, y ahí comenzó el show intentando abrir la bendita puerta. No había forma, se había atascado, la llave no daba vuelta. En principio está abierta, decía E como si hubiera descubierto algo, pero la verdad es que no había descubierto nada y la puerta seguía bloqueada. Aunque tengo que decir a su favor que realmente la puerta estaba abierta, porque E no había pasado la llave, otra de las razones por las que me enfadé con él, claro, ya solo con señas, porque no podía decir ni mu. ¡Que cómo que no me iba a enfadar, hombre!, que te cuente lo que nos pasó esa noche que se le ocurrió dejar la puerta solo con el pestillo ese, a que me vas a dar la razón, Ignacio, nos tocó el timbre alguien y luego golpeó la puerta, y como el intruso se dio cuenta de que la puerta estaba abierta y pendía de un hilito de metal, la empujó dos, tres veces, hasta que E empujó la puerta con fuerza, de nuestro lado, y la cerró con llave, fíjate lo pálido que estaba que parecía un fantasma, pero lo hizo, hay que reconocerlo. No te atrevas a poner esa cara, cariño, sabes que no miento.
Volviendo a esto del bloqueo, al principio fue el apocalipsis, pero después todo se fue calmando. Hablábamos con los vecinos por la ventana, hablábamos a través de los barrotes, bueno, yo no hablaba, agonizaba… y tenía algo extraño eso de hablar entre rejas, como que pone a la gente a confesar, que te cuente E la conversación que tuvo con el primer cerrajero, el que no pudo abrir la puerta, le contó la vida.
8.
En este punto, San Ignacio empalideció y dijo que lo mejor era que se fuera a casa, que no se encontraba bien. Tenía problemas de tensión alta hacía ya unos meses y lo cierto es que no parecía cómodo con la historia, como si esta tocara alguna cuerda de su arpa interior. No debo comer sal y hoy me fui a un restaurante de tu país, alegó, y me comí un ceviche. ¿Estaba bueno?, le pregunté con la intención de distraerlo y que se animara, porque, ya puestos, yo también quería contar lo de la conversación con el cerrajero. Sin embargo San Ignacio no levantaba cabeza y empezamos a despedirnos.
9.
Entonces nos acercamos a la puerta. Bueno, dijo San Ignacio en tono culpable, al final no he podido poner la manija, pero es que. Ya la pondrás, Ignacio, no hay prisa, quitó peso la señorita S. Fue él el que hizo pinza con la mano para abrir la puerta. ¿En verdad estás para coger la moto, Ignacio? Vamos a ver, respondió débilmente, porque al parecer toda su fuerza estaba concentrada en los dedos. Ay, dijo, ayayay, no abre, y soltó una risita pícara y nerviosa. Ya la abro yo, le dije. Miré a la señorita S que tenía los brazos en jarra y permanecía en silencio. Ayayay, imité a San Ignacio, no abre. Pero si está abierta, rompió su mutismo la señorita S, a ver, déjame a mí.
10.
Como si fuera poco se puso a llover a raudales y nosotros, que no necesitábamos salir de casa para nada, estábamos abocados a abrir la puerta, una puerta que ni siquiera tenía la llave puesta y que, sin embargo, por segunda vez en menos de dos meses, permanecía bloqueada y no nos dejaba abrirla. San Ignacio estaba sentado en un sillón, un poco derrotado, y repetía en voz susurrante: qué molestia, qué molestia. Tenemos que distraerlo, me propuso con mímicas la señorita S, le puede dar algo. Yo dejé el cuchillo con el que intentaba despegar la puerta, bajo la teoría del efecto ventosa, que fue la teoría del encapuchado que terminó abriendo la puerta la primera vez, después de que ninguno de los dos cerrajeros consiguiera abrirla. Es que ha hecho ventosa, sentenció el encapuchado, que, prejuicioso yo, pensé que era un ladrón reformado que ahora trabajaba como guardia de emergencias para la cerrajería. Sin embargo, dale que dale con el cuchillo como quien intenta abrir una lata, yo no podía conseguir abrir la bendita puerta. Quizás cuando pare de llover, susurró San Ignacio, desvariando.
Me dirigí al altillo y busqué en mi escritorio algo que pudiera sosegar a nuestro amigo: pensé en una colección de llaves antiguas (no, llaves no), juegos de memoria, algún cuento mío (eso no, es demasiado pretencioso) y, finalmente, al son del primer relámpago de la noche, di con el libro que estaba leyendo, Montevideo, de Vila-Matas. Si alguien puede abrir la puerta y salvar a San Ignacio, decidí, es él.

11.
Ignacio, lo exhorté, en este libro está contenido el misterio de la puerta. La señorita S pareció divertida con la idea. Él resopló, sudaba mucho. Dejé el libro sobre la mesa y fui a buscar un vaso de agua. Una vez que dio un par de tragos continué: tienes que abrir el libro en una página cualquiera y ahí estarán las instrucciones para solucionar este impase. San Ignacio sonrió y sus cejas pobladas se abuenaron. Me parece excelente, reforzó la señorita S. Es un hecho, dije yo. Y otra vez, como tantas veces, la palabra hecho me llevó a pensar en el verbo hacer y en el sustantivo acción. Es un hecho, repetí complacido. San Ignacio pidió una servilleta para secarse los dedos y así abrir el libro sin humedecerlo con sudor.
12.
Nuestro amigo eligió la página 171:
Bogotá
1
La puerta, decía Cirlot, es una invitación a penetrar en el misterio, lo opuesto al muro, que sería lo masculino. Sus palabras no podían ser más aplicables a mi relación hasta entonces con «La puerta condenada». Y también, por supuesto, podía aplicármela a mí mismo, que me debatía entre mil asuntos antes de bajar a desayunar. Uno de ellos era si, habiendo aparecido ya las primeras luces del día, debía postergar el café con leche que me esperaba en la sala de desayunos y atreverme a examinar mejor el cuarto contiguo. Pero la idea de un reencuentro con la repugnancia me echaba atrás a cada momento. Por eso, retrasando la inspección de la 206, aplacé mi revisión del cuarto contiguo mientras me decía a mí mismo que tenía que sentirme muy indolente para no acabar planteándome
13.
San Ignacio leyó la página y su voz, al inicio temblorosa, fue adquiriendo una personalidad catalana, gutural, que la señorita S celebró con un aplauso. Más claro el agua, sentenció ella. San Ignacio no fue tan entusiasta, pero su cara arrojaba una expresión de ilusión, de ganas de «penetrar en el misterio». No obstante, añadió con voz bailarina, ¿cuál es el equivalente al cuarto contiguo? Yo permanecí en silencio, aguardando la llegada de la respuesta, mirando alrededor por si en algún lugar se dejaba ver, tal y como apareció de la nada, ahora lo recordaba, la puerta condenada en el cuento de Cortázar, ‘La puerta condenada’. Lo que no me esperaba es que la respuesta irrumpiera de una forma tan estrepitosa. Un ruido de caída, de libros y cuadernos y páginas desparramándose, nos sacó de nuestras meditaciones. Se ve que al mover el libro de Vila-Matas había activado un lentísimo efecto dominó en la estantería y en aquel preciso momento, en medio de la búsqueda/espera, se vinieron abajo libros, carpetas y hojas desperdigadas. Mi padre vivía con fantasmas, comentó San Ignacio, pero que yo sepa se fueron todos con él.
Al subir al altillo, en el último escalón, encontré una fotocopia del cuento de Cortázar. El estupor ante el hallazgo devino en señal. Busqué el párrafo dedicado a la aparición de la puerta condenada. Un relámpago muy lejano fungió de preludio.

14.
«Antes de acostarse Petrone puso en orden los papeles que había usado durante el día, y leyó el diario sin mucho interés. El silencio del hotel era casi excesivo, y el ruido de uno que otro tranvía que bajaba por la calle Soriano no hacía más que pausarlo, fortalecerlo para un nuevo intervalo. Sin inquietud pero con alguna impaciencia, tiró el diario al canasto y se desvistió mientras se miraba distraído en el espejo del armario. Era un armario ya viejo, y lo habían adosado a una puerta que daba a la habitación contigua. A Petrone lo sorprendió descubrir la puerta que se le había escapado en su primera inspección del cuarto. Al principio había supuesto que el edificio estaba destinado a hotel pero ahora se daba cuenta de que pasaba lo que en tantos hoteles modestos, instalados en antiguas casas de escritorios o de familia. Pensándolo bien, en casi todos los hoteles que había conocido en su vida -y eran muchos- las habitaciones tenían alguna puerta condenada, a veces a la vista pero casi siempre con un ropero, una mesa o un perchero delante, que como en este caso les daba una cierta ambigüedad, un avergonzado deseo de disimular su existencia como una mujer que cree taparse poniéndose las manos en el vientre o los senos. La puerta estaba ahí, de todos modos, sobresaliendo del nivel del armario. Alguna vez la gente había entrado y salido por ella, golpeándola, entornándola, dándole una vida que todavía estaba presente en su madera tan distinta de las paredes. Petrone imaginó que del otro lado habría también un ropero y que la señora de la habitación pensaría lo mismo de la puerta.»
15.
San Ignacio se puso de pie. Solo si todas las puertas están abiertas, desveló, se abrirá la puerta condenada. Estupefacto pregunté: ¿cómo? Nunca antes las palabras de San Ignacio habían sonado tan santas. Bajé las escaleras lentamente, la señorita S parecía emocionada. ‘Lo que es’ es ‘lo que aparece’, dijo.
Nos dispusimos a abrir todas las puertas y ventanas para penetrar el misterio y, sobre todo, perdida ya la esperanza en la lógica de la ventosa del encapuchado, para que se abriera la puerta por arte de magia. Apenas llovía y un aire fresco llenó el salón. Ahora se oía a la gente caminar de prisa con las suelas mojadas.
¿Están todas abiertas?, preguntó sumamente concentrado San Ignacio. Todas, respondió la señorita S desde la cocina. Todas, dije yo desde la habitación. Los tres nos juntamos frente a la puerta. El santo nos dijo que había que esperar. Así que esperamos un buen rato en silencio, pero la puerta seguía cerrada. A ver, me animó la señorita S, intenta abrirla ahora. Debí sentir lo mismo que Arturo antes de coger el mango de la espada de Excalibur, pero el desenlace en nuestro caso fue tan vulgar como la vida cotidiana, la puerta seguía bloqueada a cal y canto. Quizás hay más puertas que abrir, insistió San Ignacio. ¿No será que va por otro lado el tema?, desinfló el globo la señorita S, que por otro lado a esas horas ya empezaba a tener sueño y se le notaba en los bufidos y en la expresión de agobio. Mientras superábamos el impase, propio del desaliento, y ahora estoy seguro de que por obra y gracia de las palabras de San Ignacio, miré mi bicicleta, prolongación de mi espíritu, espejo en el que me encuentro cada día, y recordé de memoria el preciso momento en que Petrone vio por primera vez la puerta condenada, la invitación a penetrar el misterio: «Sin inquietud pero con alguna impaciencia, tiró el diario al canasto y se desvistió mientras se miraba distraído en el espejo del armario. Era un armario ya viejo, y lo habían adosado a una puerta que daba a la habitación contigua.»
La bicicleta se apoyaba en una pared con una ventana que sí que habíamos abierto, pero aunque pareciera inverosímil, había allí una puerta condenada que ninguno de los tres vio antes. Nos falta abrir esa puerta, dije, intentando que me dejaran de castañear los dientes. Hostia, dijo la señorita S, quien se apuró a mover la bicicleta, quitar el cuadrito que convertía la puerta en pared y abrirla.
16.
Debimos habernos quedado dormidos con las cabezas apoyadas en la mesa. En un momento de la noche, desperté y vi que San Ignacio yacía en el sofá con los brazos extendidos, exhausto y los ronquidos suaves de la señorita S provenían de la habitación. Levanté la cabeza y vi la puerta bloqueada que ya no estaba bloqueada, sino entreabierta. Me puse de pie, dispuesto a abrirla, a pasar al otro lado.
Ya fuera no había nada de especial, solo las calles húmedas y los pequeños edificios desenfocados por la bruma, y algún que otro paso lejano dotando de personalidad a los faroles. Levanté la cabeza y no había estrellas ni luna, y recordé el final de Montevideo y el final del cuento de Cortázar, y, como un ventrílocuo reproduciendo/tergiversando la voz de un famoso filósofo austriaco, dije: lo fantástico no es por qué la realidad es, sino que la realidad es.
17.
Al verano siguiente, San Ignacio nos invitó a su casa en la costa. Comimos pescado a la leña y por la tarde, después de la sobremesa, nos mostró el espectáculo de títeres que estaba preparando y luego nos hizo un tour por la casa, subimos unas escaleras caracol y llegamos a un mirador desde donde se podía ver el Mediterráneo. ¿Volvieron a tener problemas con la puerta?, preguntó San Ignacio, ¿y va bien la manija? Aún tengo que ir a cubrir ese agujero. La manija, genial, y con la puerta, ninguno, respondió la señorita S, el técnico dijo que a lo mejor se había movido o la presión atmosférica, en fin, por eso E siempre está pendiente de si hay que ajustarla, ya verás que un día la ajustará tanto que la echará a perder. Es verdad, interrumpió San Ignacio, nunca me contaron lo que le dijo el cerrajero, cuando se quedaron encerrados la primera vez, no sé por qué me acabo de acordar.
Eso tiene que contártelo E, dijo la señorita S. Cuéntalo tú, le pedí a ella, y así yo cuento la de la golondrina. Las cejas oscuras de San Ignacio se acomodaron en sus asientos y él se rio tapándose la boca como un niño feliz, haciendo alarde de la sensibilidad fantástica que nos había convertido en buenos amigos. Yo me mantenía expectante por saber qué historia se inventaría la señorita S, qué puerta abriría esta vez.
Presentación de 'La guerra de Manuel', de Vicen Rodríguez en el Casal Cultural de Mollet ︎
El autor
Enrique Carro (Lima, 1985) estudió Filosofía en UNMSM, Migraciones Contemporáneas en la UAB y Escritura Creativa en el Ateneu Barcelonés.
Es autor de la novela, ¿Dónde estás? (Universo de Letras, 2018), y del libro de cuentos, Cabalgar un unicornio azul en la playa (Talón de Aquiles, 2022).
Es profesor de escritura creativa en Barcelona y conduce el canal de YouTube Enrique Carro | Lector.