10 de enero de 2025

Esperando a Madeleine Moore/1

Entusiasmo





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El libro del autor gaditano Jorge Morcillo, Leer es vivir (Niña Loba, 2024), empieza con un hecho muy común en los parvularios o escuelas primarias: un niño se viene en vómitos.

En el caso del personaje del libro de Morcillo, este vómito es un gesto de rechazo a la escuela (aunque el niño no tenga conciencia) y el desencadenante de la historia, que es el descubrimiento de la lectura.

Aunque el autor no recuerda exactamente qué fue lo que le pasó, solo que fue un virus, sí recuerda que estuvo ingresado tres semanas en el hospital y que una de sus tías, en una visita, le dejó el libro Novelas ilustradas, editado por Bruguera, con relatos como «Ben Hur, Rob Roy y El último Mohicano». Tras esas lecturas, Morcillo ya no pudo dejar de leer nunca más.



2
No recuerdo cuándo fue la primera vez que leí un libro. El libro de Morcillo ha conseguido que vuelva a esta incertidumbre. ¿Cuál fue el primer libro que leí en mi vida? No tengo idea.

Recuerdo que mi mamá compraba unas enciclopedias Océano y libros de cuentos de la misma editorial que traían unos casetes en la contratapa; incluso recuerdo historias del Antiguo Testamento en esas ediciones; recuerdo vagamente oír esos cuentos en la radio de la casa o incluso con los audífonos puestos. Quizás me lo invento, pero creo que esos fueron los primeros libros que leí o escuché.

Luego estuvieron sin duda los libros que nos obligaban a leer en el colegio, pero de esas primeras historias, leídas en voz alta en el salón, no tengo registro en la memoria. Me desconcierta que una actividad tan necesaria en mi vida no tenga una evocación inicial, que no haya ese primer gran libro que funge de pistoletazo. Quizás quise ser lector antes de que hubiera leído nada o simplemente no hubo en mis primeras lecturas un libro trascendental (no lloré con Mi planta naranja-lima ni con Vamos a calentar el sol, me dormí sobre las páginas de Colmillo blanco y le cogí manía a la fantasía con el mítico Momo); quizás, porfiando a la concurrida teoría alternativa, le cogí gusto a la lectura leyendo libros que no me gustaban.

Lo que recuerdo, en todo caso, es el placer de la soledad mientras leía. Ese recurso que descubrí en la infancia. Con esto no quiero decir que yo fuese un niño desamparado ni nada por el estilo ni que viviese bajo algún tipo de amenaza, todo lo contrario; sin embargo mi vaporoso recuerdo de las primeras lecturas está profundamente relacionado con el descubrimiento de la soledad. No obstante, la sensación de estar entendiendo algo sobre mí mismo a través de la lectura en esa época carece de referencias bibliográficas, quiero decir, no hay libros específicos en ese proceso de autoconocimiento.

3
Este fin de semana, la señorita S y yo fuimos en tren a Ribes de Freser, un pueblo en el Pirineo Catalán. Teníamos una reserva en el albergue de Planoles. El plan era llegar, comer algo en Ribes y caminar hasta el albergue.

Así que comimos unos bocadillos muy generosos en la única terraza del centro. Nos entibiados con el sol blanco del invierno mientras comíamos y bebíamos cañas. Tomamos café y chupitos, y luego decidimos partir al albergue.  

Después de veinte minutos de ruta por la avenida principal del pueblo, nos dimos cuenta de que el camino que nos marcaba Google Maps no era correcto. Así que perdimos tiempo decidiendo si ir por la carretera de doble vía que serpenteaba la montaña, algo imprudente tomando en cuenta que se haría de noche pronto, o pedir un taxi. El sol iba cayendo cada vez más rápido y las sombras se oscurecían y azulaban. La señorita S y yo nunca aprendemos las lecciones de la montaña. Llamamos a un taxi que vendría desde Planoles, con lo cual el precio oscilaba entre los cuarenta y cuarenta y cinco euros. La señorita S se puso de los nervios, estuvo a punto del llanto, ¡cómo no había visto la ruta antes!, decía sin mirarme; pero yo le indiqué que colgara, que iríamos caminando por otra ruta que acababa de encontrar en Wikiloc y que nos llevaba por el bosque.

Mientras subíamos la cuesta en silencio, yo pensaba en Laura, la protagonista de ‘Garden Party’, el relato de la escritora neozelandesa Katherine Mansfield que había leído en el tren. Pensaba en ella bajando desde su casa, después de la exitosa fiesta que acababan de celebrar, con una canasta llena de los bocaditos que habían sobrado para regalársela a la viuda de aquel hombre que aquella mañana había muerto al caer de un caballo. En mi mente, Laura iba camino al oscuro barrio de las casitas de colores y la señorita S y yo íbamos camino del oscuro bosque de pinos altísimos, alguno de ellos apoyado en el hombro de otro como un borracho que está a punto de doblar las rodillas.

No me deja de sobrecoger la dimensión que ha tomado la muerte en las cosas que hago.

Mientras subíamos por la montaña, alejándonos del rumor de la carretera y acercándonos al silencio oscuro del bosque, interrumpido por algo que se sacudía entre las hojas y zumbidos de insectos allí donde nuestra vista no alcanzaba, no podía sacarme de la cabeza a la pequeña Laura, inocente, viendo por primera vez a un muerto: «Ahí estaba un joven dormido-, lejos(…). Estaba absorto en su sueño. ¿Qué le importaban los garden-parties, los cestos y los encajes? Ya estaba lejos de esas cosas. Era asombroso, bellísimo».

-¿Lo has oído? -me preguntó la señorita S.

La miré. Ella, ojos almendrados aún en la desdibujada sombra del final de la tarde, peinado estilo garçon con mi chaqueta Quechua y el mentón más expresivo del mundo. Realmente parecíamos dos críos perdidos en medio del bosque y su cara de susto era -estoy seguro- el reflejo de la mía. Ella estaba detenida a unos pasos. Oí algo, me pareció un pájaro.

-Es un pájaro -le dije.

Seguimos caminando, pero el camino se había ido cerrando mientras yo volaba con Laura, Mansfield y el vívido muerto, y ahora no había distancia entre nuestros zapatos y el inicio de los árboles y la oscuridad.

-Otra vez, E, otra vez.

Ahora sí que oí al pájaro convertirse en jabalí y en seguida otros jabalíes, aparentemente pequeños, chillando. Vi los ojos preocupados de la señorita S volverse aterrados y echamos a correr.  

La señorita S y yo corrimos montaña arriba, porque antes, en el tren, ella me había explicado que no podíamos correr en contradirección porque entonces los jabalíes tenderían a perseguirnos.

Gritamos como osos mientras corríamos, porque la señorita S también me dijo que debíamos parecer animales grandes y peligrosos para espantar al perseguidor y demostrar que nosotros éramos los depredadores.

-Yo soy el depredador -intenté gritar varias veces, pero no me salía la voz.

Por fin alcanzamos un prado en el que caía la luz naranja del último sol de la tarde. Ambos nos reímos, agitados, mirando el camino por el que habíamos venido, convencidos de haber dejado al jabalí atrás. Por fin vi una marca amarilla en un tronco y una indicación del camino a Planoles. Tardamos mucho en llegar, pero el camino era amplio y la luna parecía una led enorme.

En las partes oscuras, bajo los brazos terroríficos de los pinos, la señorita S y yo gritábamos como dos niños que no aceptan el miedo: «Somos depredadores, somos depredadores, chu, chu, fuera, fuera».



4
En el cuento de Mansfield, reina, muy sutil, la soledad de la infancia de la que hablaba al principio. Al inicio del cuento, Laura organiza la fiesta con su madre. Pertenece a una familia rica y siente una inquietud enorme por los obreros, a los que tiene que indicar dónde poner la marquesina. Laura siente curiosidad por esos hombres rudos que le hablan sin los protocolos a los que ella está acostumbrada, y a partir de esa inquietud se va distanciando de su entorno, de sus hermanos, de su madre, de la fiesta, y pone los ojos donde los demás no tienen tiempo de ponerlos. Eso la lleva a la cocina, a enterarse de la muerte de aquel hombre a pocos metros de la casa, a intentar que se anule la fiesta por esa muerte que deja una viuda y varios huérfanos, a fracasar y a ir más tarde con una canasta llena de restos de la fiesta a darle las condolencias a la viuda y a ver por primera vez (y sin quererlo) el rostro de un hombre muerto.

Sin embargo, no es la muerte lo que transforma a Laura, sino la belleza del cadáver.

4
No sé cuándo empecé a leer ni sé qué leí ni qué me causó por primera vez eso que Morcillo llama entusiasmo.

Desde luego, sé de qué se trata el entusiasmo del que habla y sé que hay algo de infancia en él, algo iniciático. Como Laura cuando ve a ese muerto que parece decirle: «Todo está bien (…) Es lo que debe ser. Estoy contento»; el nacimiento del entusiasmo está muy cerca del descubrimiento de la soledad, ese gesto de extrañamiento ante la belleza del cadáver (Pienso en lo que dice Halfon respecto a que la literatura tiene que morir antes de ser literatura) que conlleva inevitablemente la sensación de que estamos vivos más allá del resto y, como dice Morcillo, que estamos ante «(…)una nueva forma de mirar y de adentrarnos en la oscuridad».


¿Venderías tu sombra por unas monedas? | Taller de escritura e Identidad del personaje︎

El autor



Enrique Carro (Lima, 1985) estudió Filosofía en UNMSM, Migraciones Contemporáneas en la UAB y Escritura Creativa en el Ateneu Barcelonés. 

Es autor de la novela ¿Dónde estás? (Universo de Letras, 2018) y del libro de cuentos Cabalgar un unicornio azul en la playa (Talón de Aquiles, 2022).

Es profesor de escritura creativa en Barcelona y conduce el canal de YouTube Enrique Carro | Lector.


Thursday Jan 6 2022