El síndrome que provoca leer Bartleby y compañía de Enrique Vila-Matas



Esta semana leí y reseñé «Bartleby y compañía» de Vila-Matas. Me pasó lo que me contó mi prima que le pasó cuando salió embarazada. Ella veía embarazadas por todas partes. A mí lo que me ocurre es que veo Bartlebys por todas partes.



El artefacto de Vila-Matas está compuesto por ochenta y seis citas al pie de un texto que no está escrito y no será escrito. Un texto potencial que duerme en el silencio. El texto fundamental de la Literatura del No. Un texto que trataría de todos aquellos escritores y sobre todo de todas aquellas obras que no se escribieron y no se escribirán jamás.
Terminé el libro, lo señalé con unas pestañas de papel que me ha regalado la señorita S, lo reseñé, tres o cuatro grabaciones fallidas y finalmente una bastante fluida, lo edité y lo subí a YouTube.
Enseguida me puse a escribir intentando que la palabra escrita (y no el silencio) sea la cura a la palabra escrita.
Más tarde empecé y terminé «Los Comebarato» de Bernhard, un texto sin puntos aparte, sobre un hombre llamado Koller, que intenta escribir un tratado llamado Fisionomía, la gran obra que nunca escribe, porque cuando ya tiene todo lo necesario para escribirla se cae, se golpea la cabeza y muere.
Un Bartleby. Apurado cogí otro libro de Bernhard, Corrección, y casi me da algo. El narrador va a la casa de un taxidermista, en cuya buhardilla vivía un tal Roithamer, un hombre que se ha suicidado tras la muerte de su hermana y ha dejado a medias el proyecto de su vida: el Cono, un monumento geométrico, ubicado justo en el centro del bosque de Kobernauss. Maldita sea, un Pessoa, un Mario de Sà-Carneiro, un Arguedas. Bartleby, Bartleby, Bartleby.
Ahora, ya domingo, leo al azar un cuento de Hemingway, «Mi viejo», y el padre, que se acaba de comprar un caballo y ha vuelto a competir, se cae en una carrera con obstáculos y no la termina, muere bajo la lluvia.
Cojo el libro «Terroristas Modernos» de Cristina Morales, y Domingo Torres se desnuda para no dormirse y escribir un artículo, un cuento y un poema antes del amanecer, pero aún tiritando, las palabras no surten.
Abatido, voy a la panadería de la esquina a buscar el mejor pie de limón del mundo, porque hoy sale a la venta, según me comentó Mario, el obrador.
No hay existencias, me dice la panadera, y no habrá.
Pero el panadero me dijo, le digo a la muchacha.
No, dice ella, al final Mario no lo hará.
¿Por qué?
Porque no sería perfecto y prefiere no hacerlo, ya sabes cómo es, me dice la panadera.
Prefiere la idea del postre, a la idea arruinada por el postre, le digo.
Ella sonríe y se encoge de hombros: ¿un cruasán?

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