El síndrome de Ulises


Ulises miraba el Egeo por la ventana de su habitación, cuando una serie de conjeturas le llevó a un estado sombrío. La vida empezaba a caer en una rutina insoportable. Pelear con la administración burocratizada de Ítaca le llevaba todas las mañanas. Espabilar a Telémaco, que había salido un poco tibio de carácter, le generaba ataques de ansiedad. Conseguir que Penélope dejara de tejer y se metiera en la cama era un castigo.
        Ulises suspiró y pensó en el tiempo que había pasado perdido, intentando volver a casa. Un montón de imágenes desordenadas le vino a la mente: Calipso tirada sobre la cama ofreciéndole la inmortalidad; la cuadrilla de héroes griegos aguantándose la risa dentro del caballo de madera, oyendo a los troyanos debatir sobre el origen del armatoste; los gritos absurdos del cíclope lanzando ovejas por los aires; la charla motivacional con el alma de Aquiles; el día que volvió a ver Ítaca a lo lejos.
        Finalmente, fijó el recuerdo en alguna tarde sobre el barco, navegando por el mar plateado, viendo numerosas islas en el horizonte como montañas violetas saliendo del agua. Allí estaba Ulises, en la proa de la nave, imaginando su regreso, intentando dibujar con el recuerdo lo que habría de encontrar mañana. Volvió a mirar el mar por la ventana. El paisaje, a través de sus ojos anegados, parecía una acuarela.