El oficio de mostrar emociones



Mis primeros escritos eran cursis y recargados.
        Solía escribir con un estilo epistolar y mi receptor era siempre un amor perdido. No faltaba el factor trágico, el tono melancólico y las largas oraciones subordinadas, repletas de estrellas brillantes, noches solitarias y lluvias torrenciales (en Lima nunca llovía).
        ¿Quién podría negar que esas páginas estaban escritas con el corazón en la mano?
        Nunca más me ha quemado tanto escribir como en aquella época. Sin embargo, por alguna razón, al revisar el resultado, mis sentimientos no se traslucían, no eran míos, eran solo muestras trilladas del amor romántico, relatos impostados e inverosímiles.
        Entonces todavía no sabía que escribir, como amar, era un oficio.
        Es importante escribir con libertad, qué duda cabe, pero debemos equilibrar ese rapto descontrolado con algunas horas de trabajo pesado, de lo contrario el resultado puede ser vaporoso, insustancial.
        Hemos hablado ya de buscar las palabras precisas, de leer a los grandes exponentes de lo que buscamos hacer, repetir una y otra vez la misma escena hasta que estemos en ella. El oficio (encontrar personajes creíbles, perfilar una trama coherente, naturalizar los diálogos, fijar el punto de vista y elegir un tema) es una tarea que nunca termina.
        Tampoco se acaba el oficio de mirar. Cuanto mejor conozcamos los movimientos de las emociones mejor los imitaremos con las palabras.
        A veces, nos atormentamos con la técnica al punto en que matamos la leve vitalidad de nuestros textos, no se trata de eso.
        La escritura es la celebración de la vida a través de mil artilugios, pero lo que transmitimos ha de ser honesto y para que eso pase, debemos trabajar con nuestras emociones, mirarlas una y otra vez, remangarnos y escribirlas, poco a poco, hasta que las palabras se empiezan a mover.
        Con paciencia, un día el fuego que arde en ti arderá en los demás.