Dorothy Parker
Parker estudió en un colegio de monjas en Nueva York, donde leyó a Dickens y Thackeray a escondidas: «lo único que aprendí en ese colegio (…) es que la goma de un lápiz también borra tinta si la mojas con saliva». La terminaron echando.
La escritora de «Una rubia imponente» desdeñaba a la gente que escribía sobre su infancia. Decía que escribía por dinero y que era más fácil «escribir de aquellos a quienes odias». Por dinero o no, lo cierto es que el propósito de una escritora era «describir lo que ve y lo que siente». Parker no soportaba la fantasía.
No quería que la encasillasen como una humorista, pero tenía un gran sentido del humor: «Me pusieron fama de chistosa, lo cual me revuelve el estómago y me produce una gran infelicidad(…)».
Marion Capron le preguntó si su ingenio para el humor había interferido en su reputación de escritora seria: «Del chiste al ingenio hay un gran trecho. El ingenio encierra algún tipo de verdad. El chiste no es más que el fruto de ejercitarse en el uso de las palabras».
Le llevaba seis meses escribir un relato. Sacaba los nombres de sus personajes de la guía telefónica. No llevaba libreta, porque se pasaba la vida buscándola. Empezó escribiendo a mano y terminó escribiendo a máquina utilizando dos dedos. Y con ese torpe movimiento, Dorothy Parker se ganó un lugar entre los míticos escritores de la generación perdida.