Don DeLillo



Escribir, dice DeLillo, es una actividad al alcance de cualquiera. «El escritor joven descubre que es capaz de ubicarse con más claridad en el mundo poniendo palabras y oraciones en un trozo de papel que no cuesta ni un centavo». Eso fue precisamente lo que hizo el escritor norteamericano, apodado durante mucho tiempo como «el chamán jefe de la Escuela Paranoica de la ficción Estadounidense», cuando era un adolescente: escribir de manera intuitiva para pensar con un nivel de concentración más alto.
        En 1993, año de la entrevista en la revista The Paris Review, DeLillo resaltó la importancia de la escritura para comprender aquello que resultaba un misterio en el mundo de la vida. La acción de poner en palabras las dudas, de describir aquello que permanecía oculto en la realidad, se convirtió muy temprano en una forma de entendimiento, un laborioso estilo para quitarle la ropa a las cosas.
        No es un escritor de tramas ni tampoco pone el foco en sus personajes. Es un escritor de forma y estructuras. La obsesión de Don DeLillo es la palabra y la oración. Cuando empieza una historia no hay «contornos definidos», es algo visual, «en tecnicolor». Quizás alguna lista de acontecimientos cronológicos que lo ayudan a arrancar, pero, sobre todo, el rumbo lo dicta otra cosa: «Hay un ritmo que percibo de forma auditiva, un ritmo que me muestra el camino a través de la oración».
        Por eso escribe a máquina y no a mano. Para DeLillo «las palabras mecanografiadas sobre el papel tienen cierta cualidad escultural. Se establecen conexiones insólitas entre ellas».
        A menudo, parece sugerir, nos inclinamos a buscar las palabras por su significado. Sin embargo, para él, son la forma y el sonido de éstas lo que dicta el destino de la frase.
        «Siempre hay otra palabra que significa más o menos lo mismo y, si no la hay, estudio la posibilidad de cambiar el significado de la frase para conservar el ritmo (…) Estoy absolutamente dispuesto a permitir que el lenguaje me imponga el significado».