Cuarentena

Día catorce


Hoy fui al Aldi. Fui con guantes blancos de látex y la mascarilla quirúrgica clásica. Fui todo el camino con las gafas oscuras empañadas. En el paseo del Borne había ambiente. Dos perros se olían y saltaban dando vueltas y sus dueños aprovechaban para conversar a la distancia. Un borrachín descansaba en una banca, atravesado por un rayo de luz blanquecina.
        Levanté la mirada y vi un hombre enviando un audio detrás de un ventanal. Llevaba una camiseta con cuello y tenía gafas. La ventana era rectangular y él parecía hablar desde dentro de una foto polaroid.
        En la plaza encontré el ala de una paloma. Rollos de la noche. La cola del Aldi casi llegaba a la Ciutadella. Me miré los guantes blancos. Me puse al final de la cola. Un hombre en bicicleta cantaba una canción en inglés. Un tipo hablaba con alguien a través del interlocutor. Una voz potente y una voz lejana. Un yonqui vomitó en un portal y el otro caminó hasta cruzar la avenida Colón y perderse en la estación desierta. Le mostré las manos al guardia del Aldi y éste me puso gel en las palmas. Intuyo que sonrió detrás de la mascarilla. Gracias.
        Siempre gasto cincuenta euros cuando voy al Aldi y regreso con una tonelada de cosas. Sudar, tirar del carrito, con las gafas empañadas, es el precio de una hora a la intemperie.
        La primavera levanta polvo a lo lejos. Se nota por el viento, por la luz y porque la cerveza de la tarde se bebe de un sorbo. No hay flores, pero su presencia es soterrada. Como los trenes cuando hacen temblar el suelo. Hoy no hemos comido lo que se dice una comida. Bocadillos y quintos. Uno tras otro. Las nubes del cielo parecen una alfombra echa con piel de vaca.
        La última vez que salí al balcón caía una que otra gota.
        La señorita S y yo limpiamos detrás del sofá en un ataque por luchar contra el polvo. Las motas de polvo parecían nubes de un cielo encajonado. También cepillé el sofá, barrí y la señorita S repasó las repisas y los cristales. Y entretanto una paloma se cagó en el balcón. Y creo que vamos a buscar una escopeta en Amazon.
        Las horas han pasado despacio. Hay una rutina y no hay una rutina. El orden que establece la concatenación de actos idénticos día tras día, está lleno de grietas profundas de incertidumbre y me imagino que eso es lo que le da al asunto un cierto ritmo. No hay todavía vestigio de futuro para preocuparse, y el pasado y el presente parecen detenidos, flotando dentro de una burbuja de detergente antiséptico.
        Y el sofá es demasiado plácido y las flores son como trenes subterráneos que no se ven, pero están.
        Hoy es un día raro, no voy a mentir. Un día como si no hubiera pasado por nosotros. Como si hubiéramos pasado nosotros por él. Muy de puntillas. Siempre en silencio, pegados a la pared, sin abrir apenas la puerta para sacar nuestros cuerpos. Así hemos pasado.