Animales luminosos



Lo primero que leí de Jeremías Gamboa fue un cuento llamado «Tierra prometida», dos amigos van en un BMW a toda pastilla en busca de una discoteca, un barrio y una liberación; «un sitio que corresponda con tu nombre bíblico», le dice el narrador al protagonista. En ese relato el viaje es de Barranco a los Olivos, la narración es frenética, el protagonista siente rabia, tiene un evidente conflicto con su origen, no se identifica con la Lima de las «artis», está ajado y sobre todo «no quiere volver».
        Muchos años más tarde, Jeremías Gamboa recurre nuevamente a la estrategia del viaje de una noche con «Animales Luminosos». Sin embargo, esta vez el protagonista de nombre bíblico no se dirige a Canaán sino a Ítaca. No viaja de Barranco a los Olivos, sino del campus de una universidad de Colorado a Flagstaff, donde al amanecer asoman las llanuras de Bauder. Cada uno de los bares donde se detiene a lo largo de esa noche, junto a un grupo de amigos, es una inmersión en la vida universitaria pluricultural del campus: las presiones que los jóvenes viven, las expectativas, los mitos respecto a América Latina y Estados Unidos; y, sobre todo, el conflicto de la juventud y del extranjero: el amor y la identidad.
        Con un estilo más modulado, utilizando la tercera persona, sin renunciar al vértigo narrativo que lo caracteriza, Jeremías Gamboa vuelve a estudiarse a sí mismo, sus miedos, su conflicto con el lugar de origen, con Lima, con el absurdo racismo y con las ganas de una nueva vida “aquí”, muy lejos de “allá”.
        Ha dicho, hace poco, en una entrevista, que en su narrativa hay una dimensión política cada vez más notoria y también ha dicho que la literatura es una exploración de las heridas.
        No es fácil bailar entre el silencio y el melodrama, pero en las historias de Jeremías ese baile furioso es un mantra.
        Ese baile es el precio de ir detrás de los animales luminosos que lleva dentro.