Amiga meva, vida meva



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Conversación con Luis Miguel Sánchez Bao︎
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  Ahora resulta que los análisis de sangre me conmueven.
    Esta mañana, en ayunas, fui a hacerme una analítica al CAP y mientras cerraba la mano y la abría, con la goma atada alrededor del brazo, los ojos mirando el techo porque la sangre me marea, se me hizo un absurdo nudo en la garganta: no era angustia, era emoción. Y no pasó de eso. Casi me reía cuando volvía a casa imaginando que lloraba en el hombro de aquel enfermero que iba por faena: gracias, hermano, gracias por todo. Felizmente me contuve. ¿Será que al fin le temo a la muerte?, ¿será que he llegado a ese punto de la vida en que no quiero irme pero sé que tarde o temprano me iré?
    Hace poco más de un mes, fui al mismo CAP, en ayunas, a hacerme unos análisis de sangre y orina. Nada. Una cosa de rutina, para ver la tendencia ascendente del colesterol, los triglicéridos, sutiles rasgos de que el cuerpo es más que una flor, una rama robusta que poco a poco pasa de verde al marrón de los troncos añejos; sutiles advertencias que frente al espejo hacen más blancas las canas esporádicas de la barba y más profundas las líneas de la frente. Ve acostumbrándote, cariño, me dirían mis alumnas octogenarias. Quizás exagero, pero es que soy exagerado.
    Total que pasó el día entre clases, correcciones de texto y creación de contenido. Apenas tenía un poco de agujetas por el entrenamiento de la semana anterior, un leve dolor de muslos, algo de dificultad para flexionar los brazos, nada que no hubiera experimentado cada vez, durante los últimos veinte años, que intento volver a ponerme en plena forma. Serían las cinco de la tarde, ya ni siquiera se advertía el puntito rojo que tenía encima de la vena que me pincharon esa mañana, cuando vi que me entraba una llamada de un número larguísimo. Me llamaban del CAP. La voz temblorosa de la enfermera me hizo una sarta de preguntas inquietantes. ¿Estás tomando complementos proteínicos?, ¿tienes dolor lumbar?, ¿Te duele la cabeza?, ¿has tenido fiebre?
Agujetas, le dije, tengo un poco de agujetas, y bueno, he salido mucho de fiesta en verano, he comido mucha fritura, es que estuve en Perú. No, no, me dijo ella, es que no es eso. Era peor, tenía la sangre repleta de proteína, el hígado inflamado y el sistema renal a punto de colapsar. ¿Qué? Según cómo, me dijo ella, puede ser mortal, ven al ambulatorio ahora para que te demos el informe. Voy a morir, pensé, llegó el momento.
    Así que salí corriendo al CAP y con una insólita premura me derivaron al hospital. Me acompañaba la Señorita S. Pero es que tienes buen color, me decía, intentando negar lo evidente. Lo he hecho todo mal en la vida, pensaba yo, he exagerado, he bebido demasiado, no he sabido parar a tiempo, demasiadas tonterías. Cogimos un taxi. Nuestra conversación hizo que el hombre acelerara. Que no sea cáncer, pensaba yo, todo menos eso.
    Llegamos al hospital, corrimos a Urgencias, pero allí era distinto, allí todo el mundo tiene muy vista la muerte, la enfermedad y el dolor. Nada les mueve un pelo. Sí, sí, me dijo el enfermero, ¿pero usted se siente bien? Muy bien, le dije. Pues ya ve que aquí hay muchos que no están bien, ¿verdad? Sí, señor. Vaya a esperar su turno, le advierto que pasará un buen rato.
    Tres horas después, estaba pasando el nivel cincuenta y seis de Candy Crush cuando oí mi nombre. Te amo, me dijo la señorita S, estoy contigo.
Un enfermero, serio, silencioso, me llevó a un box y me dio dos bolsas amarillas. Aquí pones tu ropa y aquí los zapatos, ponte esta bata y échate en la camilla, ¿te duele mucho?, me preguntó. No, le dije, no me duele nada. Bien, dijo él, mejor así, ¿no?
    Al rato apareció una doctora joven, con gafas de pasta negra. Le enumeré todas las cervezas, cubatas y estupefacientes que había consumido a lo largo de mi vida. Ya, me dijo, pero es que esto no va de eso, lo que ocurre aquí es que estás repleto de enzimas musculares, de proteína y a tu sistema renal le está costando. Se marchó. ¿Eres tú el juerguista?, me preguntó otro enfermero más alegre que entró ni bien se fue la doctora, quítate la bata. Me puso una serie de ventosas en el cuerpo. ¿Electrocardiograma? A veces, me dijo él como si me contara un pasaje de su rutina, si hay daño en el corazón, este segrega proteína, vamos a descartarlo. Mierda, pensé. ¡El corazón es un músculo!, me dijo.
    Entró un médico con una enfermera que me pareció que era peruana como yo. Pensé en mi país, ella quizás simbolizaba ese último contacto, esa evidencia de que mi patria, que abandoné con descaro, siempre estaría a mi lado, sea donde fuese. Creo que eran sus primeras prácticas. Me limpió la muñeca con alcohol, se le notaba nerviosa. Ahora métele la aguja, le dijo un médico barbudo que había entrado detrás de ellas, como si engancharas y luego trasversal. Sentí que me estaban crucificando. ¿Te duele? Un poco, le dije. Ves, tienes que inclinar más la aguja. Bien, ahora sácale dos muestras, yo voy por la vía y el suero. ¿Suero? Hoy duermes con nosotros, me dijo el jovial enfermero que seguía mirando las rayitas en la pantalla, pero que sepas que aquí no hay servicio de bar, eh.
    Nos dicen por ahí, dijo el doctor diez minutos más tarde, que estuviste haciendo deporte la semana pasada, ¿qué tanto deporte hiciste? Le dije que estaba nadando, que estaba corriendo en la cinta y que había empezado a hacer pesas. ¿Tienes agujetas? Un poco, le dije. Bingo, dijo él, y miró a sus compañeros, incluyendo a mi paisana que me estaba regulando el goteo del suero fisiológico, este señor se ha metido mucha caña, por eso tiene las CK por los cielos. ¿CK?
    No tardaré explicando el proceso mediante el cual el cuerpo sana los músculos dañados, ni haré una apología del consumo de agua a estas alturas del cuento, solo diré que pasé dos noches internado, hidratándome, meando como una coladera y viendo cómo cada cuatro horas me ponían otra bolsa de suero en el colgador. Pasé una noche en un box en la sala de Observaciones y otra en planta. La señorita S me trajo libros y un bocadillo de frankfurt con patatas fritas. ¿No sería mejor una ensalada?, le pregunté, renegando de su amor negligente. Me ha dicho el enfermero, me dijo ella, que lo único que no puedo traerte es cerveza.
    La última noche la pasé en una habitación compartida con un hombre de noventa y cinco años que me contó su vida. Se llamaba Manel. De niño, una bruja, contaba la leyenda, le había dado dos besos y le había podrido las mejillas, por eso tenía unas huellas de quemadura en los dos lados de la cara; había sido peón de fábrica, taxista; era viudo, padre de tres hijas, abuelo de seis nietos, bisabuelo de dos criaturas y ahora vivía en una residencia donde esperaba el final del camí. Era culé como yo y esa noche jugaba el Barça. Manel, le propuse, ¿oímos el partido? El hombre se puso muy contento. Recuerdo que puse un banquito entre su cama y la mía, y allí, encima, mi teléfono con la emisora RAC1 sintonizada. El Barça nos regaló cinco goles. Cada vez que el locutor cantaba uno de los goles, Manel levantaba sus brazos pesados y lloraba de emoción. Nunca voy a olvidarlo.
    De hecho, me emociono ahora mismo pensando en esa noche, en esa oscuridad, donde solo se veían las luces de las máquinas a las que mi compañero estaba conectado, oyendo la transmisión de ese partido, porque allí, en nuestra habitación había tanta vida contenida que probablemente me di cuenta de que por fin la amaba, de que por fin había dejado de vivir por la inercia de hacerlo, con la ingenua seguridad de que era eterna, y había empezado a amarla de una forma tierna, leal, y a necesitarla por ese amor y temer el final de nuestro romance, ese temor que Manel ya no tenía, a pesar de que la barca de Creonte estaba llegando a su orilla.
    Al día siguiente, me dieron el alta entre risas, todo el santo hospital sabía las incontables cervezas y tonterías que había hecho en mi vida. Salud, me dijo el enfermero que me dio los papeles, diciendo que en un mes me harían un control, pero que más que seguro que todo estaría en orden. Vaya susto te has pegado, chaval, me dijo, mientras me quitaba la vía.
    Cuando se fue, me puse la ropa y los zapatos que había guardado en esas bolsas amarillas el día que me ingresaron.
    Ya me voy, Manel, vuelvo a casa.
    Manel y yo nos abrazamos al despedirnos. Soy muy emotivo, hijo, me dijo, mientras me mojaba el hombro de la camiseta con sus lágrimas. Amic meu, amic meu, me decía, gràcies, moltes gràcies.
    Amiga meva, me digo ahora, vida meva, mientras me quito el esparadrapo y el algodón manchado de puntitos de sangre.︎