Alice Munro


Fue después de que le leyeran «La sirenita», de Hans Christian Andersen, que Alice Munro tuvo la irrefrenable necesidad de crear historias.
El destino fatídico de la pobre sirena, que había luchado y sacrificado tanto por el amor del príncipe, fue un aliciente fundamental para que la escritora canadiense quisiera crear una historia en la que las cosas fueran de otro modo, en la que el final fuera feliz.
Para la pequeña Alice, la sirenita «merecía algo más que morir en el agua».
Escribir, entonces, surgió como un recurso para cambiar el destino nefasto por uno feliz. Al principio, Munro era la heroína de sus relatos y había hadas, príncipes, reinos…
Todo fue cambiando de forma natural.
La fantasía, poco a poco, se fue fundiendo en la realidad, y las hadas se volvieron amas de casa, los príncipes se volvieron hombres ausentes y los reinos, locaciones provincianas de la Canadá en la que ella creció.
Sin embargo, desde el primer día, lo que no cambió fue la historia como centro. Nada fue capaz de absorberla tanto como el relato de turno. Mientras daba de comer a sus hijos y cuidaba la casa, Munro engranaba argumentos. En su tiempo libre se dedicaba a escribirlos.
Su estilo, de una sencillez envolvente, no solo es producto de su origen, en el que el academicismo no existía y la inteligencia estaba mal vista: «era una idea muy común no esforzarse demasiado, no pensar nunca que se era inteligente».
Su estilo también es consecuencia de una máxima: «Si la historia no funcionaba era culpa mía, no de la historia».
Munro nos dice que, si la historia no fluye, «solo hay que seguir pensando en ello y averiguar cada vez más de qué iba (…), al principio creías que la habías entendido, pero en realidad tenías mucho más que aprender de ella».
Munro no considera la escritura como un don, sino como una necesidad. «Sobre todo después de ‘La sirenita’».