Ficción
Cordón umbilical

Imagen creada con IA
Una tarde, después de hacer el amor, la señorita S me dijo que me había crecido el ombligo. Yo no lo había notado. Desde que me quedé calvo no me fijo en mi imagen. He renunciado a verme bien o mal. Trato mi físico con indiferencia y me basta. Simplemente soy un buen hombre y me concentro en seguir siéndolo. Sin embargo, cuando me vi el ombligo, quedé sorprendido. Ese pequeño agujero se había convertido en un cráter de buen diámetro.
La señorita S se acercó al ombligo y metió su nariz. Al principio sentí cosquillas, pero luego solo la calidez suave de su rostro. Yo estaba mirando el techo mientras le pedía que parara, pero cuando me incliné, incómodo por la tibieza, me di cuenta de que la cabeza entera de la señorita S estaba dentro de mí.
Con un gesto como de sacar panza la expulsé y tuvo que agarrarse a las sábanas para no caerse de la cama. Tenía la cara húmeda como la de los recién nacidos. Le dije que no volviera a hacer eso y por la tarde, convencido de que necesitaba una dieta, compré verdura y dejé el pan y las cervezas al lado del contenedor.
No sirvió de nada. Seguí subiendo de peso y cuando mi madre llegó para pasar navidades con nosotros, yo estaba bordeando los noventa kilos. Se te ve fuerte, me dijo ella, con ese amor maternal que embellece lo feo y adelgaza lo gordo.
La pasamos de las mil maravillas y uno de los últimos días de nuestro reencuentro, la señorita S y yo decidimos llevar a mi madre al spa del club al que íbamos a hacer deporte, ahora recién remodelado. Debo decir que de camino al club tuve un acceso de emoción imaginando a mi madre echada cual larga placenteramente en una de esas tumbonas de hidromasajes, ¡cómo la quería al imaginarlo!, ¡cómo quería verla feliz!
Al llegar a la recepción del club, tramitamos la invitación para ella y le pedimos a la administrativa que si por esta ocasión, aunque no fuera socia, podía darle acceso al spa. La mujer lo sintió mucho.
Como es algo nuevo, de momento solo pueden entrar socios, nos dijo, mil disculpas, pero son órdenes de arriba.
Insistimos un poco, pero no hubo manera. Así que entramos al club, resignados. Nos podíamos bañar en la piscina y disfrutar del sol templado de ese día todavía otoñal, pero no podíamos entrar en el spa y eso me puso furioso, qué le costaba a esa mujer darnos el placer de disfrutar los tres juntos del nuevo circuito de aguas. No pasa nada, me dijo mi madre, otro día lo hacemos.
Es curioso, pero en ese estado atribulado sí que me busqué en el reflejo de una mampara de cristal, lo que me ruborizó aún más: me había convertido en una patata enorme pinchada en dos palillos de dientes. La furia devino en una tristeza agotadora.
La señorita S se dio cuenta de mi contrariedad. Llevamos tantos años juntos que hemos desarrollado una relación telepática, de modo que, mientras mi mamá se ponía el bañador en el vestuario, la señorita S se me acercó y me dijo que por qué no metía a mi mamá en mi ombligo y luego, ya en el jacuzzi del spa, la soltaba.
¿Te estás cachondeando de mí?, le dije. Pero la señorita S no se estaba cachondeando de nadie. Vamos, me dijo, vamos fuera, al fondo nunca hay gente, allí podemos hacerlo. Mi mamá, que apareció muy sonriente en bañador, se puso las manos en la cintura. ¿Qué pasa, chicos?
Salimos a la terraza y nos dirigimos al fondo, junto a la piscina en la que apenas dos carriles estaban ocupados, y la señorita S me ordenó que me pusiera boca arriba sobre una hamaca. Yo llevaba el bañador y una camiseta para cortar el viento. No te la quites todavía, me indicó, tranquilo.
Mi mamá, dócil, elevada por el viaje y los días maravillosos que habíamos pasado, se entregaba con mansedumbre a todo lo que proponía la señorita S. Ya, ahora, Emecita, ven, arrodíllate aquí. La señorita S me subió la camiseta y me dijo que mirara el cielo, que no dejara de mirar el cielo y que respirara con tranquilidad. Así que me concentré en dos gaviotas que planeaban allá arriba mientras esperaba las indicaciones.
Ahora no hay nadie, Emecita, mete la cabeza, así, así. Yo sentí una tibieza similar a la que había sentido cuando la señorita S metió la cabeza en mi ombligo. Luego, conforme avanzaba el proceso, sentí que me quedaba sin espacio, me alteré un poco. Sentí el peso, el arrinconamiento. Muy bien, oía decir a la señorita S, muy bien, Emecita, ahora esta pierna, flexiónala, así, un poquito más, así está perfecto.
Se me removieron un poco las tripas, pero conseguimos que el proceso evolucionara correctamente. Un proceso cálido, cosquilloso, de encaje, de empequeñecimiento de uno a costa de la dilatación del otro. Mi madre estaba toda dentro de mí. Bájate la camiseta y vamos rápido al spa, me dijo la señorita S con una voz nerviosa, que me puso intranquilizó a mí también.
Me costó mucho levantarme, pero lo hice. Las palmas de las manos las coloqué en mi espalda, como había visto hacer a las mujeres muy embarazadas. Vamos, volvió a decirme la señorita S, intenta no ponerte tan rojo, se te notan las venas de la cabeza. Me miré la panza, brillaba de lo estirada que estaba, y al pasar otra vez frente a la mampara, ya no me vi gordo sino enorme, extraordinario. Recuerdo que en esos instantes pasaba algo que me hacía feliz, sentía resonar las risas de mi madre en mi interior. Apúrate, debemos entrar ya, me dijo la señorita S, tenemos poco tiempo.
Pasamos al recibidor del spa, y de inmediato intuí los ojos de la recepcionista auscultándome. Me entraron náuseas de imaginar su expresión. La señorita S me tomó de la mano y me dirigió a la entrada. Perdone, me dijo la recepcionista, justo cuando estaba pasando al spa.
Dígame, le respondí, haciendo un esfuerzo terrible.
Necesita gorro para entrar a las piscinas, me dijo. Pero soy calvo, le dije yo.
Ella sonrió.
Ya, me dijo y pude ver cómo sus ojos se posaban en la piel que sobresalía bajo la camiseta, pero igual tienes un poco de cabello.
Ya le dije que se tiene que rapar más a menudo, pero es perezoso, dijo la señorita S, con esa gracia natural que la caracteriza.
Mi mamá se aguantaba la risa y yo podía sentirlo, y tenía ganas de apretar fuerte, pero me contuve porque faltaba poco. No importa, dijo la señorita S, yo tengo dos gorros, te doy uno.
Al fin, la recepcionista nos dejó pasar entre risas tiernas.
Cuando me metí en la piscina, supe que tenía muy poco tiempo. Había una mujer en los chorros y un tipo, de espaldas, mirando la playa por las ventanas, mientras se hacía un hidromasaje en las rodillas. Mi madre, seguro que al borde de sus posibilidades, empezó a patear y a darme con los puños bajo las costillas. Hazlo, me dijo la señorita S, hazlo ahora. Entonces tomé aire y presioné fuerte, lo más fuerte que pude. Un poco más, un poco más, así, un dos tres respira un dos tres respira. No podía perder más tiempo y lo hice todo lo fuerte que pude, apreté y, tras un terrible dolor de rasgamiento, por fin sentí que la presión bajaba, que el espacio se liberaba y el sufrimiento disminuía. Muy bien, oí la voz de la señorita S lejos y sentí su mano húmeda en mi frente, lo has hechos muy bien.
Mi visión era neblinosa todavía pero vi a la señorita S cogiendo a mi madre del brazo y atrayéndola. Por fin la puso en mi regazo como una recién nacida. Mi madre en mis brazos. Le besé el pelo mojado y la frente y tuve la sensación de un recuerdo feliz. Ven, Emecita, dijo la señorita S, tienes que probar la cama de hidromasajes, es una pasada.
El autor
Enrique Carro (Lima, 1985) estudió Filosofía en UNMSM, Migraciones Contemporáneas en la UAB y Escritura Creativa en el Ateneu Barcelonès.
Es autor de la novela, ¿Dónde estás? (Universo de Letras, 2018), el libro de cuentos, Cabalgar un unicornio azul en la playa (Talón de Aquiles, 2022). Su última novela se titula Yo sabía que el fuego hablaba (Narrar, 2025).
Es profesor de escritura creativa en Barcelona y conduce el canal de YouTube Enrique Carro | Lector.
YouTube




